Entre la Plaza Real de Barcelona, que fue el rincón canalla de las Ramblas donde se engendró Ciudadanos, y la Plaza de Colón de Madrid, que era el destino que le tenía reservado a la criatura Albert Rivera una vez cumpliera la mayoría de edad, hay una distancia que se extiende mucho, muchísimo más allá de los 500 kilómetros en línea recta que, según los mapas, separan las dos grandes capitales de la península. Una distancia excesiva que hace imposible que alguien como Francesc de Carreras pudiese recorrer por su propio pie el trayecto sin quedarse varado en alguna cuneta más pronto que tarde. Lo que ha terminado pasando. En una formación que ansíe de modo perentorio ocupar el espacio tradicional del partido de la derecha española de toda la vida, el novísimo Ciudadanos por más señas, lo lógico es que esté el señor de la Coca Cola. Pero ni Carreras ni el resto de los fundadores pintaban ya nada en un proyecto tal. De hecho, lo raro es que hayan tardado tanto en marcharse. Rivera, que nunca ha sido ni generoso ni elegante con los que lo sacaron del anonimato hace trece años para ofrecerle esa silla que aún ocupa hoy, podría, al menos, haberse puesto al teléfono cuando Carreras quiso transmitirle su personal zozobra. Pero andaba muy ocupado. Así que ni descolgó.
Lo agrio de los términos de la despedida de alguien tan afable y exquisito en las formas como siempre ha sido ese viejo señor de Barcelona que responde por Francesc de Carreras obedece, sin duda, a la ruda e innecesaria brusquedad que caracteriza los modales de los ejecutivos agresivos del actual Ciudadanos. Y acaso también de ahí el que una persona por lo general tan ponderada y ajena a la tentación de la demagogia y la brocha gorda haya cedido por una vez a incurrir en esos recursos siempre tan baratos. Estoy hablando del mismo Carreras. Porque no es de recibo acusar a Ciudadanos de haberse convertido al nacionalismo español. Y no porque el nacionalismo español sea pecado, sino porque no es cierto. Sencillamente no es cierto. Hay muchas razones, muchísimas, para enmendar la praxis política de Ciudadanos, pero siendo honestos ninguna de ellas pasa por ese imaginario nacionalismo español del que ahora los acusa Carreras. El nacionalismo español, que existe y ha dejado de ser marginal tras emerger de las catacumbas a raíz del golpe de los catalanistas, es sin embargo ajeno tanto a Ciudadanos como a los otros dos grandes partidos del consenso constitucional, el PP y el PSOE.
En el caso específico de Ciudadanos, partido creado y dirigido por catalanes, la prevención constante, evidente para cualquiera que quiera verlo, hacia el nacionalismo español tiene mucho que ver con su propio origen regional. Vivir o proceder de Cataluña es haber estado en relación durante años y años con una gente, los separatistas, que posee como uno de los elementos modales de su ideología la presunción de que solo ellos dentro de España resultan ser los genuinos y legítimos europeos occidentales; el resto de los habitantes de la península somos a sus ojos una suerte de rumanos o búlgaros, los parientes pobres del continente a los que solo por muy generosa condescendencia se les permite sentarse en la última fila de la bancada de la parroquia los días de misa. Es difícil no enfermar cuando se convive con cierto tipo de enfermos crónicos. Muy difícil. El entusiasta y rendido europeísmo de Ciudadanos, ese tan puerilmente orteguiano que siempre quiere ver todas las soluciones mágicas en Europa y el origen de todos los males seculares en la España tradicional, tiene su origen, y sin duda de modo inconsciente, en la competencia cotidiana por ver quién es más europeo con los nacionalistas catalanes. ¿Nacionalismo español en Ciudadanos? A lo mejor unas gotitas no les sentarían nada mal. Pero nada mal.