Mi caso particular, el de alguien que vive en Barcelona y colabora de modo más o menos profesional con medios de comunicación madrileños, a cambio de ganar poco dinero me ofrece la posibilidad de palpar en primera persona, sin filtros ni intermediarios interesados, las percepciones dominantes a ambos lados de la trinchera en la cansina querella catalana. Y si un rasgo común comparten unos y otros, todos, es la fe ciega en la eficacia práctica de eso que ahora llaman "adoctrinamiento", el uso instrumental del sistema educativo para inculcar en la población los principios ideológicos de, en el caso que nos ocupa, el nacionalismo catalanista. Cualquiera que haya sido profesor en algún momento de su vida, y ese también resulta ser mi caso particular, tiende a mostrarse de entrada bastante más escéptico a ese respecto, aunque solo sea porque sabe bien que lo de adoctrinar no resulta empeño tan sencillo como parece. No obstante, la percepción general sigue siendo la contraria.
Tan es así que las élites separatistas que han dirigido el Proceso creyeron llegado el momento histórico de dar el paso definitivo, el de la final ruptura con España, convencidas de que, tras 40 años de control directo e hiperideologizado del sistema educativo, ya estarían en disposición de ganar para su causa a la tercera generación de catalanes descendiente de las migraciones peninsulares de la década de los 60 del siglo XX. O, en el peor de los casos, de garantizarse su abúlica pasividad absentista y abstencionista mientras ellos procediesen a consumar el golpe de Estado con el concurso activo de sus partidarios, y solo de sus partidarios, en las calles y plazas de toda Cataluña. Lo creían ellos en Barcelona y lo creían también sus adversarios en Madrid. Pero, tal como se acaba de demostrar con esas dos manifestaciones gigantes que han conmovido los cimientos de un siglo de tópicos y lugares comunes a propósito de Cataluña, estaban equivocados todos, igual los nuestros que los suyos. Y es que la inmensa mayoría de las personas que participaron en esas dos concentraciones multitudinarias de catalanes a favor de España han pasado por la inmersión lingüística, con toda su densa carga política e hispanófoba añadida, durante su periodo de escolarización obligatoria. Y, sin embargo, ahí estaban. Lo cual, y supongo que no hace falta tener explicarlo, no supone que deba permitirse la continuidad de esas intolerables prácticas manipuladoras en las aulas bajo tutela de la Generalitat.
La Cataluña actual, además de un tumultuario frenopático surcado por tractoristas insurgentes y otras especies en extinción aún más exóticas, también es un laboratorio sociológico de primer orden. Y lo que se puede aprender en él es que las adscripciones políticas básicas, esas que determinan las lealtades nacionales por ejemplo, se transmiten en el seno de la familia. Los medios de comunicación y la escuela, esos predicadores histéricos de TV3 y las legiones de maestrillos y maestrillas que van con la estelada calada en el cerebro a dar clase, lo único que consiguen es reforzar (reforzar, no crear) las obediencias transmitidas de padres a hijos en la intimidad del hogar. Es sencillo. Y, sin embargo, nadie lo sabía. No lo sabía Junqueras, por eso está entre rejas ahora mismo. No lo sabía el payés asilvestrado, por eso anda haciendo el ridículo por los platós de las televisiones belgas. No lo sabían Iceta y Sánchez, por eso corrieron a avalar la aplicación del 155 tras la primera gran concentración de Barcelona, sobre todo al constatar con algo más que perplejidad que en medio de aquel mar de banderas rojigualdas estaban sus votantes de siempre. Y tampoco lo sabía Rajoy, de ahí esa medrosa tardanza infinita suya, la previa al decreto del cese del Govern en el BOE. Por lo demás, no es optimismo. Es solo la constatación de un rasgo profundo de la naturaleza humana.