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Por ahí corre un José Luis Rodríguez al que todos tienen por puma. Pero no es familia del nuestro; la prueba es que de ése no se ríen los monos de Gibraltar. Como tampoco osaban los micos hacer chanza del infeliz gato Manolo, el mismo que retienen preso en el sótano de La Moncloa porque le da miedo al Rodríguez de aquí. Y es que ahora gustamos de un pequeño felino de compañía, el rodríguez de angora, que es algo así como el cruce imposible entre la minina de Meri Popins y Fújur, que por tal alias responde el morrongo capado que comparte piso con mi suegra. Tan delicada y singular es la especie que ha resultado imposible encontrarle parentela alguna entre la universal gatomaquia callejera, y menos aún que tolere su escolta.     
 
La cuestión es que están de moda y se llevan mucho. Quien se agencie un rodríguez de angora, sepa que se meterá en casa una tierna criatura que hará las delicias de toda la familia. Porque esa singular raza está adornada con una cualidad única en el reino animal: el afán infinito de hacer el ridículo. Pues, para regocijo de propios y extraños, la entrañable fierecilla doméstica tiene por costumbre mostrar sus colmillitos a las visitas inoportunas. De tal modo que es caso de mucha risa ver cómo reaccionan parientes y vecinos ante el enfado del peluche. Sobre todo, si se pone furioso y recurre a su arma secreta, el lenguaje emocional; sucede cuando suelta su temible “miau”, y la gente empieza a desternillarse. Pero lo mejor, lo que invariablemente provoca que los recién llegados se revuelquen por el suelo a carcajadas, es cuando aparece en escena el inspector Matutes. Es éste el compañero inseparable de los rodríguez de angora, y te los colocan en la tienda como un pak  por el mismo precio. La especialidad del inspector Matutes es dirigirse al primer intruso que se mofe de la mascota y llamarle “gilipollas”. Entonces es cuando estalla el acabose, con cuerpo a tierra general y algunos convidados pidiendo auxilio por falta de oxígeno a causa de la guasa.
 
Suelen concluir esos episodios chaplinescos con una llamada al orden de la superagente Trini, el terror de la Guardia Urbana. Mas levantar acta del pavor de los foráneos ante la amenaza de su porra, sería empeño digno de cantar de gesta y no de un modesto artículo periodístico. Sobre todo, si, como éste, ha sido escrito en una esquina del callejón del Gato. Justo delante de uno de esos espejos cóncavos en los que España se deja ver otra vez como la deformación grotesca de la civilización occidental.  

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