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José García Domínguez

El cambalache de los sellos

Ni porque en La Mocloa supiesen, ya en 2004, que las tasaciones de esos cromos estaban más hinchadas que el currículum de Montilla, que lo sabían.

Que qué más da, que todo es igual, que nada es mejor, que es lo mismo Boris Izaguirre que un gran profesor, mucho tiempo hace que lo sabíamos. Como ha llovido desde el día en que acusáramos recibo de que Pepiño Blanco nos había igualao. Tal como de antiguo intuíamos que el gil que no llorase por Otegi, no mamaría subvención al cine patrio. Por lo demás, gracias a Pilar Bardem, descubrimos que tampoco hay aplazaos ni escalafón. Que son idénticos el que muere como un buey, que el que mata por la ETA o el que está fuera de la ley; pues para todos ha de haber rositas blancas sin espinas. Vaya, que no nos viene de nuevo eso de que vivamos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos, tanto chorros, maquiavelos y estafaos, como contentos y amargaos. Por eso, porque de un tiempo a esta parte, aquí, tanto da ser cura, colchonero, rey (de Bastos), caradura o polizón, en ese cambalache postal algo nos olía raro, muy raro.

Y es que en el presunto timo de la presunta estampita tenían que aparecer presuntas connivencias sociatas a la presunta fuerza. No porque la cabra tire al monte, que tira. Ni porque el Gobierno de Zetapé dejase que a cuarenta mil españoles les franquearan sus ahorros sin matasellos, que dejó. Ni porque en La Moncloa supiesen, ya en 2004, que las tasaciones de esos cromos estaban más hinchadas que el currículum de Montilla, que lo sabían. Ni siquiera porque la memoria histórica enseñe que cuando el PSOE abre el Telediario con los GEO brincando en una empresa, hay que echarse inmediatamente la mano a la cartera, que lo enseña. Si tenían que salir es por esa presunta presunción del Defensor del Pueblo. Que por algo habrá abierto una investigación de oficio ante la "preocupante actitud de la Administración" en la estafa presunta.

En este asunto, algo recuerda demasiado aquel aroma inconfundible del primer despotismo iletrado. Aquel viejo perfume tan familiar como repulsivo de la cosecha del ochenta y dos, cuando empezó a resultar lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador. Cuando los ministros del GAL pensaban que Carlos III era una marca de coñac. Y cuando la UGT juraba que el movimiento perpetuo de la Esfera Armilar avalaría las soluciones habitacionales de la PSV. Otra vez, las auditorias de infarto que duermen el sueño de los justos demasiado cerca de una moqueta oficial. Otra vez, el álbum de las fotos de familia decorando entre líneas –la del debe y la del haber– los libros de contabilidad. Otra vez, los milagros de los panes y los peces, al seis por cien fijo y garantizado, con toda la inmensa máquina Estado mirando al tendido durante una eternidad de veinticuatro meses. Otra vez, aquel sello inconfundible estampado a la vera del Poder. Otra vez, Santos Discépolo cruzando el charco. Otra vez, la charca.

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