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José García Domínguez

El carácter de Rivera

Todo lo que está haciendo Rivera tiene sentido. Eso es lo malo, que tiene sentido. Y por eso mismo no va a cambiar.

Todo lo que está haciendo Rivera tiene sentido. Eso es lo malo, que tiene sentido. Y por eso mismo no va a cambiar.
EFE

Albert Rivera no es un adolescente inmaduro y caprichoso. No lo es en absoluto. El rasgo dominante del carácter personal de Rivera, contra lo que creen algunos de sus más acerados críticos de última hora, es justo el contrario, a saber: que en todo momento se conduce en política adoptando decisiones solo emanadas del frío cálculo racional tan propio del adulto que acierta a distanciarse de sus propios impulsos emocionales. Rivera no es ningún niño. Y es probable que no lo haya sido nunca. Porque esa estrategia suya, la llamada a conducir de modo inevitable al bloqueo institucional de España tras una casi segura repetición electoral en la que apenas nada cambiará, no es ni estúpida ni infantil. Tampoco irracional. Lo que de modo deliberado está haciendo Rivera, cortocircuitar la gobernabilidad del país con su terca negativa a siquiera hablar por teléfono con el candidato designado por los socialdemócratas, no es en modo alguno absurdo. Tampoco absurdo. Y ahí es donde se equivocan, y mucho, los airados disidentes de su bancada. Ni en la forma ni en el fondo resulta necia su estrategia. De lo cual, huelga decirlo, no procede inferir que sea necesariamente la adecuada.

Rivera, quien en su día se estrenó en la primera división de la política nacional vindicando los modos y estilos de Adolfo Suárez, Felipe González y José María Aznar, los tres estadistas genuinos que alumbró la Transición, subió a la tribuna de las Cortes en el debate de la investidura presto a conducirse con el inconfundible estilo faltón y macarra de los habituales en las tanganas sabatinas de la telebasura. Machaconas repeticiones de groseras simplezas pueriles trufadas de un lenguaje basto envuelto en muy rudimentaria sintaxis tuitera. Acaso con la excepción del primer Rufián, cuando sus inicios más asilvestrados, en las Cortes nadie había apelando nunca a ese registro tan chusco. Mucho menos el líder de un partido serio que se postula para acceder a la Moncloa. Maneras, las de Rivera en la tribuna, que han escandalizado estéticamente a muchos, a mí el primero. Pero resulta que eso funciona. No es muy elegante, cierto, pero funciona. Por algo toda la comunicación política en la televisión, el gran medio que crea a diario la opinión política de los electores, es así y solo así. Rivera no improvisa esas cosas. Y mucho menos se deja arrastrar a combates de egos o bagatelas psicologistas por el estilo.

Hoy, lo básico, tosco, elemental, primario y maniqueo funciona. Y, puesto que funciona, los estrategas de comunicación de Ciudadanos lo usan. Ya lo usaron en el segundo debate electoral, cuando Rivera estuvo grosero y maleducado como nunca antes se le había visto. ¿El resultado? La mejor cosecha en escaños de la historia toda de su partido. Hasta ahí la forma. En cuanto al fondo, la escuálida pero real diferencia de escaños entre Ciudadanos y el Partido Popular en las pasadas elecciones ha hecho olvidar a demasiados observadores que solo siete miserables décimas, doscientos mil votos en toda España, separan ahora mismo a Rivera de Casado. O sea, nada. Con esos números en la mano, se antoja cualquier cosa menos infantil y caprichoso que Ciudadanos se plantee muy en serio desbancar al PP como primera fuerza de la derecha. Sobre todo, porque Rivera sabe que muchos de los apoyos tradicionales con que ha contado Génova desde siempre, empezando por algunos grandes grupos multimedia de comunicación, cambiarían de bando al día siguiente de los comicios si lograse obtener un solo voto más que Casado en el cómputo nacional. Todo lo que está haciendo Rivera tiene sentido. Eso es lo malo, que tiene sentido. Y por eso mismo no va a cambiar, por muchas toneladas y toneladas de presión que le caigan encima a partir de ya. Vamos de cabeza a noviembre.

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