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José García Domínguez

El ganador se llama 'Brexit'

No están mirando a su pasado guardado en formol. Están mirando hacia el otro lado del Atlántico, que es algo muy distinto.

No están mirando a su pasado guardado en formol. Están mirando hacia el otro lado del Atlántico, que es algo muy distinto.
EFE

El mayor paraíso fiscal que existe en el mundo resulta ser una una isla del océano Atlántico famosa por sus músicos populares y por lo lamentable de la cocina doméstica que responde por el nombre oficial de Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Cuando desde España se habla con infundado y algo ridículo paternalismo sobre lo muy estúpidos e insensatos que son esos ingleses por querer abandonar la Unión Europea se suele olvidar, entre muchos otros, ese pequeño dato. Y es que algo así como el 50% de todas las grandes transacciones comerciales internacionales que se realizan a lo largo de un año pasan, en un momento u otro, por alguno de esos Estaditos ficticios y de pandereta, los popularmente conocidos como paraísos fiscales, que no son nada más que antiguos territorios del Imperio Británico ahora sometidos a un estatus colonial encubierto y, en consecuencia, dirigidos de facto por el Gobierno de Su Graciosa Majestad. El 50%, una de cada dos. Que un paisito de chiste como las Islas Caimán, cuya jefa de Estado se llama Isabel II, pueda figurar en todas las estadísticas financieras como la quinta potencia bancaria del planeta no tiene otra explicación. Por lo demás, la comedia consiste en que el Reino Unido se hace pasar por una república bananera de chichinabo para lograr que se consientan a la vista del público ciertas prácticas impropias de un Estado serio y formal. Eso es todo.

Y de ahí que la City de Londres posea ese desmesurado peso suyo en el universo de las finanzas globales. Así las cosas, pensar que los bancos británicos podrían plantearse, ni siquiera remotamente, abandonar la isla por el Brexit implica no entender qué es el Reino Unido. Los que aquí no comprenden ese apenas velado consenso transversal entre laboristas y conservadores a propósito del Brexit, un acuerdo nacional de fondo que hace casi irrelevante que el próximo primer ministro se apellide Johnson o Corbyn, siguen empeñados en creer que los británicos, esos mismos británicos que inventaron en su día tanto el capitalismo como la ciencia llamada Economía, son poco menos que unos pobres idiotas desconocedores de cuál resulta ser la mejor forma de defender sus propios intereses. Una presunción, la de la necedad congénita que entre nosotros se supone a los promotores del Brexit, que de idéntico modo se asienta en otra premisa errada, a saber: el prejuicio perfectamente gratuito de atribuir a Johnson, sobre todo a Johnson, el proyecto más o menos velado de dar marcha atrás al reloj del tiempo para retornar a la época de la vieja y enterrada soberanía económica nacional.

Prejuicio aquí dominante que se refuerza con una tercera premisa radicalmente equivocada, la que atribuye la disidencia organizada contra la Unión Europea a un grupo de palurdos y demagogos de cervecería, la tropa burda y populachera del UKIP y similares. Bien al contrario, el genuino impulso intelectual y político para abandonar la Unión, lejos de venir de abajo como en España se cree, procede de muy arriba, de los círculos de la elite que dan forma al establishment entendido en un sentido amplio. Tras esa grosera fachada populista, la de las bravuconadas teatrales de Johnson para consumo de la plebe televisiva, lo que hay es un diseño de futuro elaborado por el estrato más sofisticado de la clase dirigente británica. Porque no están mirando a su pasado guardado en formol. Están mirando hacia el otro lado del Atlántico, que es algo muy distinto. Mientras escribo estas líneas aún no se han cerrado las urnas, pero lo único ya seguro es que, cuando se abran, el triunfador , se apellide Johnson o Corbyn, llevará por nombre de pila Brexit.

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