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José García Domínguez

El motín de la raza superior

Madrid todavía no sabe a lo que se enfrenta.

Madrid todavía no sabe a lo que se enfrenta.
Oriol Junqueras | EFE

Ubicuo durante estos días en las bullangas catalanistas, el espectáculo algo rupestre de todos esos tractores conducidos por rústicos de las aldeas del interior, los campesinos que han venido a Barcelona con sus chirucas, sus esteladas y sus modales toscos para liberarnos del yugo español, refuta por sí mismo, y de un modo muy plástico, ese lugar común tan extendido en la meseta, el que quiere ver en el micronacionalismo pedáneo la expresión política de la mítica burguesía local. Y es que, por mucho que se repita lo contrario en las tertulias de Madrid, el nacionalismo catalán tiene bien poco que ver con esa clase social. ¿O cómo entender, si no, el desfile ya interminable de empresas catalanas, o sea de burgueses catalanes, que a estas horas huyen en estampida del rocambolesco nasciturus que responde por República Catalana? Extraña burguesía nacionalista. No, Junqueras y Puigdemont, al igual que esos rudos agricultores con sus pantalones de pana y sus camisas de grandes cuadros que ahora nos visitan, encarnan cualquier cosa menos los sutiles recovecos individualistas del alma burguesa.

Lo que se oculta pudoroso en la trastienda del procés no es el empresariado autóctono sino un sucedáneo de las doctrinas indigenistas latinoamericanas, esas que en nuestro tiempo han venido a ocupar el espacio psicológico y emotivo de la ideología racial proscrita en todas partes tras la Segunda Guerra Mundial. Pujol, el genuino creador del monstruo, hizo callar en cierta ocasión a la socialista Manuela de Madre diciéndole que ella solo llevaba cincuenta años en Cataluña, frente a los diez siglos y pico de su propia estirpe. En ningún otro rincón de Occidente se puede espetar eso en un debate parlamentario a un oponente. En ninguno. En Cataluña, en cambio, y sin necesidad de que nadie lo verbalice, cada vez que alguien abre la boca para opinar sobre cuestión alguna que afecte a la res publica, otro alguien saca del bolsillo una calculadora imaginaria para sumar los lustros exactos que el árbol genealógico del orador lleva instalado en la plaza.

Ese silente distinguir entre los catalanes auténticos y los de segunda, los metecos, es algo aquí tan natural, tan espontáneo, tan rutinariamente inconsciente, tan cotidiano, que a los nacionalistas ni siquiera se les ha pasado por la cabeza durante esta semana considerar que el millón de personas que nos manifestamos el domingo contra la independencia pudiéramos ser, al igual que ellos, catalanes. Así, cuando Puigdemont habló en todo momento en nombre del pueblo catalán durante la proclamación del golpe de Estado en el Parlament, ningún cinismo animaba sus palabras. Para él, vivimos en Cataluña, sí, pero no somos catalanes. Por eso ningún argumento económico hará que cambie de criterio y abandone la asonada. Pierde el tiempo Rajoy cuando apela a los beneficios de estar integrados en un gran mercado nacional que, a su vez, abre las puertas a otro de escala continental. Nada de eso hará mella en ellos. Se pueden ir mañana todas las multinacionales de Cataluña, seguirán impertérritos sin bajar del monte. La burguesía en ningún lugar del planeta estaría dispuesta a comer berzas por el prurito de tener una bandera y un embajador permanente ante las Naciones Unidas. La burguesía no, pero estos sí. Madrid todavía no sabe a lo que se enfrenta.

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