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José García Domínguez

El (negro) porvenir de Rivera

Le van a empezar a caer golpes desde dentro y desde fuera como nunca había imaginado. Que se prepare.

Le van a empezar a caer golpes desde dentro y desde fuera como nunca había imaginado. Que se prepare.
Albert Rivera y Pablo Casado | EFE

De los dos afanes inmediatos de Albert Rivera, facilitar que los golpistas de la Esquerra se hicieran con el control de Barcelona y no oponer obstáculos a que Podemos se siente en el próximo Consejo de Ministros, uno acaba de ser frustrado por el empeño exclusivo, personal e intransferible de Manuel Valls. Que Rivera logre coronar con éxito el segundo es algo que aún está por ver. Pero a falta de otro Valls en la Ejecutiva de Ciudadanos, es muy probable que lo consiga. ¿Para eso se fundó Ciudadanos en su día? Es la pregunta que, en privado pero ya también en público, han empezado a hacerse los padres intelectuales de aquello que iba a ser un simple grupo de presión antinacionalista en la órbita del PSC, y que solo el empecinamiento del periodista Espada logró convertir en un partido político. El que por esa mezcla tan barcelonesa de amateurismo y frivolidad los fundadores acabaron dejando en manos del niño (Rivera tenía entonces 26 años) tras organizar el primer pucherazo de la historia del partido a través de un chusco montaje alfabético ideado para aupar a aquel bisoño desconocido a la presidencia de la organización. Alguien tenía que poner la cara en público (para que se la partieran), y la del niño pensaron que quedaría bien en las fotos. El problema fue que el niño salió rana. Quería volar por su cuenta y no ser una marioneta en manos de terceros.

Desde aquellos inicios tan visigodos, cuando todas las semanas le organizaban una conspiración palaciega distinta para moverle la silla, fue desarrollando esa inconfundible mentalidad suya, la del superviviente que no se fía de nadie a su alrededor. Aquella sórdida cutrez navajera que tuvo que sufrir entonces fue su mejor escuela. Y esa es la parte de Rivera que no conoce el ejército de aduladores y de trepas que hoy lo rodea en Madrid. El bonapartismo de Ciudadanos, una dictadura electiva en la que no se mueve ni una mosca sin la autorización expresa del sanedrín que rodea al líder, es fruto de la impronta permanente que el caos asambleario de los inicios dejó en la memoria del jefe. Y también de ahí el autismo político de Rivera, su tan acusado sesgo de no consultar con nadie, salvo con el gabinete de politólogos que descifra para él los arcanos de las encuestas internas que elabora el partido, la estrategia política a seguir en cada momento. Una acentuada alergia a la toma de decisiones colegiadas, la suya personalísima, que muy probablemente le haya llevado a olvidar el peso determinante que los vientos de cola tuvieron en su éxito personal y en el de la organización que dirige. Vientos de cola que comenzaron a activarse cuando la irrupción simultánea de Podemos y del golpismo catalanista encendió todas las alarmas –y con razón– en la sala de máquinas del establishment. Un establishment que quizá no recibiese bien los innecesarios desplantes públicos de Rivera en los últimos tiempos.

Pues hay ciertas leyes no escritas de la alta política madrileña, tan distinta de la ruda simpleza provincial que se estila en Barcelona, que semeja no haber comprendido todavía. La extravagancia de Ciudadanos, por lo demás, es parecer una balsa de aceite en medio de un océano surcado por barcos de locos. Sánchez, Iglesias y Casado han sido manteados por norma tanto desde dentro como desde fuera de sus respectivas casas. Les han dado patadas y collejas hasta en el cielo del paladar. Por no hablar de Abascal. Rivera, por el contrario, ha vivido entre algodones y recibiendo los mimos y cariños transversales de la prensa durante toda su etapa nacional. Desde que a Fernando VII se le bautizó el Deseado, tal vez no haya habido dirigente mejor tratado por los creadores de la opinión pública española. Pero eso, ¡ay!, se le ha acabado. Como también se le ha acabado, aunque aún no lo sepa, la omnipotente autoridad interna que solo la inexistencia de baronías territoriales puede hacer posible. Las lealtades a los liderazgos dentro de los partidos siempre están correlacionadas con el número de nóminas que el liderazgo en cuestión puede garantizar. Que se lo preguntaran si no a Sánchez o a Rajoy cuando aún no habían llegado a la Moncloa y tenían que sufrir los desplantes altivos de sus barones y baronesas. El verdadero poder político siempre nace de un presupuesto de libre disposición. Ese que muchos dirigentes territoriales de Ciudadanos ya disfrutan, y por primera vez, desde ahora mismo. Le van a empezar a caer golpes desde dentro y desde fuera como nunca había imaginado. Que se prepare.

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