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José García Domínguez

El tercer problema

Lo que late tras esa ira no es más que la pervivencia de un rasgo infantil de la mentalidad tradicional española. El atavismo que pretende que estos políticos encarnan el gran problema porque quiere creer que otros políticos supondrían la gran solución.

Apenas precedidos por el paro y su corolario escénico, el colapso generalizado de la economía, los políticos se consolidan como la tercera calamidad nacional a ojos de los españoles, según el último sondeo de opinión que acaba de hacer público el CIS. Un prejuicio popular, el que se refleja en el repudio indiscriminado contra "los políticos" en abstracto, todos juntos y revueltos en arbitraria, gratuita, absurda promiscuidad, que no resulta nuevo ni en España ni en Europa, por cierto. Recuérdese que en la antesala misma de la Gran Depresión ya se sembró un estado de ánimo de inquietantes semejanzas. Al respecto, las muy fulminantes consecuencias de aquel alegre hipercriticismo responderían por Mussolini y Hitler, otros dos entusiastas adversarios de "los políticos".

Por lo demás, ahora como entonces, tras esa repulsa visceral yace una inmadurez colectiva que igual pudiera franquear el paso a la consabida ristra de charlatanes, demagogos, populistas, iluminados y salvapatrias eternamente prestos a pescar en río revuelto. Inmadurez, la del airado pueblo soberano, que, sin ir más lejos, se deja entrever en su pueril complacencia ante el latrocinio institucional. Así, la llamada opinión pública exonera de grado el goteo de rapiñas urbanísticas en ayuntamientos y autonomías, cotidiana crónica del lodazal donde moran las finanzas siempre opacas de los partidos. En idéntico orden de contrariedades, tampoco consta que experimente nausea moral alguna frente a la oligarquía partitocrática que ha dado al traste con los fundamentos mismos del sistema parlamentario.

Ni siquiera inquieta al pueblo la inevitable consecuencia de semejante estado de cosas, a saber, la devaluación de la clase dirigente a extremos tragicómicos. Esa distorsión de los principios meritocráticos en la cooptación de las elites hasta el linde mismo del esperpento, la que ha alumbrado a Bibiana, Corbacho, Pajín o Montilla, entre otros cientos. Y es que, más allá –y al margen– de la cleptocracia inmobiliaria y de la perversión oligárquica de los partidos, la encuesta refleja un rasgo profundo de nuestra psicología colectiva. En verdad, lo que late tras esa ira no es más que la pervivencia de un aspecto infantil de la mentalidad tradicional española. El atavismo que pretende que estos políticos encarnan el gran problema porque quiere creer que otros políticos supondrían la gran solución. Tan enternecedor como eso.

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