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José García Domínguez

El vestido nuevo de Su Majestad

No sólo la embaucó sentenciando que sus ignotos patrones resultaban de hermosura inigualable, sino que la persuadió de que poseían un atributo mágico: semejar invisibles a ojos de las gentes ineptas para sus cargos o incurablemente idiotas.

Hace muchos, muchos años, en un país muy, muy lejano vivió una emperatriz muy, muy buena a la que tanto, tanto gustaba la moda que se fundía todos sus subsidios en ropas, afeites, adornos y ornamentales fruslerías. Por lo demás, aquella gran soberana se mantuvo prudente, discreta, silente, callada, muda durante lustros e incluso décadas. Hasta que un día arribó una notoria estafadora a palacio. La arpía hizo creer a la Señora que era tejedora y le aseguró poder diseñar las telas más elegantes que imaginar cupiera. Es más, no sólo la embaucó sentenciando que sus ignotos patrones resultaban de hermosura inigualable, sino que la persuadió de que poseían un atributo mágico: semejar invisibles a ojos de las gentes ineptas para sus cargos o incurablemente idiotas.

Deslumbrada por tan malas artes, diole la Emperatriz seda de la más fina e hilos de oro de suprema calidad con tal de que le confeccionara el más hermoso vestido. Así, púsose la otra mano sobre mano; es decir, a alternar el nada hacer con el no hacer nada. Que en eso consistía el secreto de su rentable empresa.

– ¿Os gusta? –espetó la farsante a un anodino paje de Su Majestad, cierto Mariano P’Ayudar, que una tarde se acercó a su telar por ver cómo iban las labores del encargo.

– ¡Oh! Es muy hermoso, hermosísimo –respondió algo ruborizado el propio.

"No soy necio", barruntó para sí. "Y no pienso renunciar a mi empleo por grande que me venga el empeño. Esto va contra el sentido común, pues esa mujer no ha tejido nada. Mas no he de permitir que por mí se sepa. En fin, le diré a la Emperatriz que su trabajo es magnífico".

– El nuevo traje de la Emperatriz ya está listo –anunció al poco la embaucadora.

– ¡Esta es la falda! ¡Esta, la chaqueta! ¡Y aquí está el manto! Es todo tan liviano... Va a sentir, majestad, que no lleva nada puesto...

– ¡Qué divino! –exclamó al punto un portavoz del Supremo Negociado de Gays y Lesbianas del Imperio, el príncipe Zerolo, con la extasiada mirada perdida en el vacío.

– ¡Qué bella tela! –mintió a su vez sor Juliana de la Creu de Sant Jordi, la de las divinas revelaciones, desde su vanguardista oratorio, allá en las mismas lindes de las porquerizas imperiales.

Por su parte, un tal Gaby Elorriaga, a la sazón capataz de los ayudas de cámara que debían llevar la cola del vestido, acercó las manos al suelo vacío como si estuviera levantándola y simuló sostener algo entre las manos.

– ¡Es maravilloso! ¡Para mí lo soñaría! –gritó entonces con fingido entusiasmo la astuta generala Maria Teresa Fernández Etcétera.

Nadie quería que el resto supiese que tampoco nada veía, puesto que los hubieran tomado por lerdos. De ahí que nunca como aquel día fuera tan admirado un... striptease integral.

Y colorín colorado...

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