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José García Domínguez

Financiando a Montilla

Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. Que la Generalidad pretenda fijar por su cuenta y riesgo el régimen financiero de todas las demás autonomías, simplemente, constituye un delirio político.

Si a un tipo que confundía el Euribor con la Intertoto apenas le bastaron dos tardes frente a un pizarrín antes de lanzarse a dar lecciones de econometría al FMI, cinco años sesteando en las bancadas de una facultad de Derecho debieran haberle servido para aprender, al menos, el abecé del constitucionalismo. Pero no cayó esa breva. De ahí ese supremo disparate jurídico que supone el capitulo de la financiación incluido en el texto definitivo del Estatut, el que Zapatero y Mas aliñaron al alimón con nocturnidad, alevosía y varias cajetillas de Fortuna.

Y es que la noche de autos, el presidente del Gobierno de España, al parecer, aún ignoraba que la Constitución nació adornada con la muy curiosa cualidad de prevalecer sobre cualquier otra norma jurídica emanada de los poderes del Estado. Así, que el artículo 157.3 de la Carta Magna establezca de modo expreso, inapelable e indubitado que una ley orgánica regulará la financiación de las comunidades autónomas, a Zapatero debía sonarle a música celestial. O no. Pues quizá barrunte que también el 157.3 es un concepto discutido y discutible. Sea como fuere, de aquellos polvos jurídicos vienen estos lodos territoriales en los que ahora anda enfangado junto a otro ilustre estudioso, su cuate Montilla.

"¿Qué carajo pasa?", acaba de gritar Mas, el cuarto gallito del corral identitario, a propósito de los ignotos acuerdos de la "cumbre entre los presidentes de Cataluña y España", como con involuntaria comicidad tituló un rotativo local la crónica de la reunión de Zapatero con su subordinado de Cornellà. Pues pasa lo que ya advirtió Tayllerand en su siglo. O sea, que lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. Que la Generalidad pretenda fijar por su cuenta y riesgo el régimen financiero de todas las demás autonomías, simplemente, constituye un delirio político.

Otra astracanada inviable en la práctica que apenas ha de servir para alimentar el creciente sentimiento anti catalán que poses chulescas como esa provocan en el resto de España. Solbes, que siempre anda mucho menos dormido de lo que parece, ya resumió así la almendra del chusco asunto: "La bilateralidad consiste en que se haga bilateralmente el acuerdo con ellos y se imponga a los demás. Tema que a mí me parece de difícil aplicación". Lástima que no les pareciera de tan difícil aplicación el tema al compañero Alfonso Guerra y los demás diputados del Grupo Socialista, sin excepción, cuando votaron a favor del Estatut en el Congreso, antes de agrietarse las palmas de las manos con los aplausos de rigor. Pena, mucha pena.

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