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José García Domínguez

Francisco Franco

Curioso sarampión ese del antifranquismo retrospectivo que aqueja a la heroica sociedad española. Y es que apenas hemos necesitado esperar treinta y cuatro prudentes años desde su deceso antes de lanzarnos, incontenibles, a derrocar la dictadura.

Leo por ahí que el yernísimo del camarada José Utrera Molina, a la sazón ex secretario general del Movimiento, ha desposeído de algún apolillado honor municipal al difunto promotor de dicha movida, el general Francisco Franco. Curioso sarampión ese del antifranquismo retrospectivo que aqueja a la heroica sociedad española. Y es que apenas hemos necesitado esperar treinta y cuatro prudentes años desde su deceso antes de lanzarnos, incontenibles, a derrocar la dictadura.

A mí, la sobrevenida furia iconoclasta de tantos ministros, alcaldes, tribunos, plumillas y demás toreros de salón del Ruedo Ibérico me recuerda cierto pasaje del Dietario de Francesc Cambó. Aquel donde describe el fervor revolucionario con que Barcelona rindió póstumo homenaje al anarquista Durruti. Según el de la Lliga, su funeral laico constituyó la mayor concentración de masas de toda la historia de la ciudad, algo únicamente comparable al eufórico recibimiento con que similar cifra de catalanes festejaría la toma de la plaza por los nacionales, apenas meses después. Un asunto, el de esa desconcertante coincidencia numérica, que, a decir de Cambó, no encerraba ningún misterio aritmético, pues unos y otros, en realidad, serían los mismos.

Es lástima que al viejo Cambó no lo lee nadie, y menos que nadie sus hijos putativos, los catalanistas, que en eso de la alergia a la letra impresa se acreditan tan españoles y tan castizos como el resto de sus compatriotas. De ahí la cómica peripecia de cierto joven doctorando en Historia Contemporánea. El que permanecería encerrado durante más medio año en la Filmoteca de la Generalidad rodeado de extraños artilugios ópticos, cachivaches de ignota utilidad que desafiaban la imaginación de todos los funcionarios de la casa.

El que por todo comentario se limitaba a pedir que le proyectasen una y otra vez todas aquellas viejas cintas, las que contenían el testimonio gráfico de las visitas de Franco a Cataluña. El mismo que una mañana anunció que no volvería nunca más, ya que había renunciado a continuar con su tesis. ¿El motivo? No acertó a descubrir ni un sólo trucaje técnico en las películas del No-Do. Él juraba no entenderlo, pero todo, las panorámicas de masas, aquellos fotogramas intolerables plagados de decenas de miles de catalanes aclamando entregados al dictador, todo era auténtico. Desoladoramente auténtico.

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