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José García Domínguez

‘Game Over’

A estas horas, Puigdemont es historia; todo lo bufa que se quiera, pero historia a fin de cuentas.

A estas horas, Puigdemont es historia; todo lo bufa que se quiera, pero historia a fin de cuentas.
EFE

Al Payés Errante ya solo le queda subirse a un barril de cerveza e imitar el gruñido del cerdo hasta que se canse. Y nada más. Sus cinco minutos de gloria escénica se han terminado. Lo acaba de proclamar Tardà, un hombre bastante menos primario y elemental de lo que tanto se esfuerza en aparentar a diario: "Si hace falta, tendremos que sacrificar a Puigdemont". Ganas ya se ve que le tienen. Y en cuanto a la eventual necesidad de lanzarlo a la pira de los juguetes rotos, resulta evidente que, desde el sábado por la tarde, eso se ha convertido en un imperativo insoslayable para cualquier separatista con un par de dedos de frente y una clientela a la que tener que mantener con una ristra de talones al portador cada principio de mes. En cuanto al padre de familia Roger Torrent, tampoco da la impresión de que esté pensando en suicidarse a lo bonzo solo por darle gusto al otro durante su último telediario. A estas horas, Puigdemont es historia; todo lo bufa que se quiera, pero historia a fin de cuentas.

Así las cosas, una vez caído el telón tras el último acto de la charlotada bruselense, al bloque sedicioso le esperan dos tareas inaplazables. La primera, recuperar cuanto antes –y al precio que sea, renuncias y corrimientos de listas incluidos– el control directo sobre los treinta y cuatro mil millones de euros anuales que maneja el Gobierno de la Generalitat, un botín sin cuyo manejo discrecional el independentismo catalán en bloque sería lo mismo que la Falange Auténtica o el Partido Proverista: nada con sifón. La segunda labor, y no menos urgente que la previa, requiere que se aborden cuanto antes los trabajos iniciales que lleven al levantamiento oficial del acta de defunción del catalanismo, aquel ambiguo andamiaje ideológico que sirvió durante casi un siglo para mantener oculta ante las miradas del exterior la genuina naturaleza disolvente y antiespañola del particularismo político local. Ahora, terminada también la cansina comedia del "encaje", la dimensión ecuménica del separatismo que comparten todas las corrientes políticas de estricta obediencia autóctona hace innecesario mantener en activo por más tiempo aquel añejo antifaz, el del catalanismo tan útil en su día.

Por lo demás, a estas alturas de la fractura social, las diferencias programáticas y doctrinales entre la Esquerra y esos restos herrumbrosos y dispersos que aún quedan por ahí de la vieja Convergencia, el PDeCAT o como se llamen esta semana, ya apenas resultan prosaico matiz irrelevante. Porque ni la Esquerra representa a estas horas la expresión política de los descamisados de estricta raíz vernácula, ni lo otro, esas rémoras finales del pospulolismo agonizante, encarna en absoluto la representación civil de la mítica burguesía catalana. Bien al contrario, tras la puesta de largo del procés y la asonada final con la proclamación en el Parlament del nasciturus republicano, moral, ideológica y sociológicamente, ERC y el PDeCAT son lo mismo: la forma organizada del indigenismo catalán más cerril y asilvestrado. La unificación bajo unas mismas siglas, pues, está llamada a llegar más pronto que tarde. Por cierto, una labor, la de la voladura controlada del PDeCAT, que puso en marcha Puigdemont desde el primer instante de su presidencia. Se llame como se llame, el muy honorable enterrador del Payés Errante va a tener mucho trabajo.

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