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José García Domínguez

Guerra y paz

"Es palabra de Dios", anuncia el sacerdote que dirige la liturgia, mientras un ligero viento hace ondear las enseñas que cubren los diecisiete féretros. Los miembros del Gobierno permanecen en silencio.

"Es palabra de Dios", anuncia el sacerdote que dirige la liturgia, mientras un ligero viento hace ondear las enseñas que cubren los diecisiete féretros. Los miembros del Gobierno permanecen en silencio; todos menos el ministro de Justicia que, brazos y piernas cruzados, comenta algo al oído de su igual Moratinos. "Es palabra de Dios", vuelve a repetir el oficiante. Pero la mudez del Ejecutivo ha dejado de interesar al realizador. Ahora las cámaras se centran durante unos segundos en el semblante serio de Felipe González. Sólo es un instante, aunque suficiente para que el espectador caiga en la cuenta de que José María Aznar no debe haber sido invitado al funeral de Estado, puesto que no está presente en el acto.
 
Indiferente a esa ausencia, el comentarista de Televisión Española sigue glosando impertérrito la "labor humanitaria" que desempeña el Ejército en los "cuatro" continentes. No dejará de hacerlo hasta que termine la ceremonia. En este instante recrea la profesionalidad de las Fuerzas Armadas en la lucha contra los efectos del tsunami. Al tiempo, en la explanada, la leve brisa sigue moviendo los banderines de combate de las unidades a las que pertenecían los soldados caídos. Suena "La muerte no es el final". Vemos al Rey, a la Reina, a los Príncipes. También a Esperanza Aguirre, a Chaves y a Emilio Pérez Touriño. A todos, menos a él. Y contemplamos la impresionante entereza de los familiares; el sereno dolor en todos esos rostros.
 
Un oficial emprende la lectura del Decreto que establece el luto nacional. En la segunda frase pronuncia la palabra "accidente"; en la tercera, "misión de paz"; repite "accidente" en la cuarta; y antes de llegar al punto y final,  de nuevo el estribillo del documento: "misión de paz". Él mismo procede a difundir la Orden del ministerio de Defensa por la que se otorgan las diecisiete medallas a título póstumo. Apenas un párrafo. Y la paz, que vuelve a aparecer otras dos ocasiones. Es el momento que los locutores de Televisión Española aprovechan para explicar a la audiencia el significado del color amarillo de los distintivos que el Rey colocará sobre los ataúdes. Aclaran que se les ha concedido ése, y no el rojo, puesto que el fallecimiento de los militares no ocurrió en un enfrentamiento bélico. Únicamente queda un aspecto oscuro en tan exhaustiva explicación. Por lo que se puede distinguir en la pantalla, las medallas no llevan inscrito el "No a la guerra" por ningún lado, pero no esclarecen ese olvido.

Suena el himno; hoy, sí. Y en el último segundo, cuando ya la retransmisión está a punto de concluir, sin venir a cuento, un primer plano de su figura. Es él caminando solo hacia la puerta de salida del cuartel. Como si fuera un acto fallido. Un recordatorio de esa paradoja que descubriera el doctor Freud de Viena: justo en el instante en que se pretende obsesivamente que no exista un objeto, se le confiere existencia. Así averiguamos que Zetapé también ha acudido al funeral. Y termina el acto. Pero el viento sigue. Es ligero y racheado. Aunque no representa peligro alguno: ningún helicóptero sobrevuela ahora mismo la zona. 

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