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José García Domínguez

Haidar / Perejil

Igual que aquel islote de la cabra y la mucha chanza progre, esa marroquí expatriada por Marruecos apenas supone otro test, un simple amago con tal de verificar a cuánto cotiza el aplomo de Zapatero en el mercado de la dignidad nacional.

Con excesiva frecuencia se pierde de vista que España y Marruecos son países vecinos sólo en el espacio, no en el tiempo. A decir de los geógrafos, ese reloj parado habita justo a catorce kilómetros de la Península. Se equivocan: la distancia real es de dos o tres siglos. Quizá más. La Edad Media es quien nos contempla de reojo ahí enfrente, y no sólo un simple sátrapa ansioso de legitimarse ante sus súbditos excitando bajas, lerdas pasiones tribales.

El medioevo, un territorio moral donde la vida humana posee un valor discutido y discutible, y términos como "opinión pública" designan sonidos huecos, significantes carentes de significado alguno. Un orden, por lo demás, que diluye la frontera entre patrimonio estatal y botín regio en un todo inextricable. Ante él, la España instalada en su feliz quimera posmoderna, ésa donde el poder prometeico del buenismo, motor y guía del compadreo de civilizaciones, ha obrado el milagro de eclipsar a la fuerza en tanto que argumento último de las relaciones internacionales.

De ahí, sin duda, que en el PSOE aún no hayan acertado a comprender que ese inopinado incordio, el caso Haidar, representa su propio Perejil. Como entonces, cuando tanto ellos como sus mozos de cuerda en la prensa izaron, jocosos, la bandera del enemigo, el Sultán está tanteando a España. Igual que aquel islote de la cabra y la mucha chanza progre, esa marroquí expatriada por Marruecos apenas supone otro test, un simple amago con tal de verificar a cuánto cotiza el aplomo de Zapatero en el mercado de la dignidad nacional. En algo, sin embargo, ha tenido suerte, y mucha, el presidente. A saber, los que ahora tiene al lado no son como él mismo. Por ventura, no.

Así, Rajoy jamás emulará aquella bajeza tan suya: plantarse en Rabat a espaldas del Gobierno de la Nación, por su cuenta y riesgo, para compadrear, sonriente, con el agresor de su país. Ahora, quiere socializar en una votación de las Cortes su mala conciencia por todas las banderas saharauis que habrá de tragarse ante el cadáver insepulto de esa mujer. Y la oposición, responsable, no lo va a dejar solo. Es la gran diferencia, lo que a la postre lo salvará. Porque por suerte –infinita– para él, Zapatero sólo hay uno.

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