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José García Domínguez

La Casita Blanca

Solo la Casita Blanca fue verdad. Todo lo demás, lo que tanto creímos, era falso.

Solo la Casita Blanca fue verdad. Todo lo demás, lo que tanto creímos, era falso.
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Tal vez porque el amor y el odio brotan de la misma fuente, ahora, en mi recién estrenada vida de prejubilado en Galicia, paso los días buscando cosas que me hablen de Barcelona. Así, hurgando en el fondo de armario de esa maravilla que se llama Filmin, di la otra noche con La Casita Blanca, película documental de Carles Balagué que glosa la intrahistoria del meublé más célebre de la Ciudad de los Prodigios, una institución local equiparable en el imaginario sentimental barcelonés al campo del Barça. A mí siempre me había intrigado que la Casita Blanca, un enorme caserón con las persianas siempre bajadas y una fachada triste, de un gris sombrío y más que oscuro, casi cuartelero, se llamara como se llamaba. Al parecer, la denominación popular procedía de la blancura impoluta de las docenas y docenas de sábanas que lucían tendidas para secar en su terrado todas las mañanas cuando aún no había lavadoras. Mítica fachada pobretona y triste, la suya, que una nueva beatería laica, la de los devotos del diseño cool y las plazas duras que se apoderó de la ciudad tras la muerte del general, se apresuró a derribar. De ahí que hoy, como ha ocurrido con casi todo lo que valía la pena de Barcelona, en su solar no quede nada.

La Casita Blanca, no obstante, sigue siendo aún el telón de fondo que sirve de escenario a muchas de las leyendas urbanas que generó una posguerra civil tan triste y tan gris como su fachada ausente. Allí, en sus habitaciones de inconfundible estética kitsch, sitúa la leyenda el asesinato de un muy célebre empresario local, uno de los constructores del metro de la ciudad, a manos del bandolero libertario Facerías. Historia real a medias. Y es que el asesinado, que pasaba la noche con una sobrina suya al decir de radio macuto, traspasó en otro meublé cercano, el Pedralbes. Crimen casi tan célebre en la época, aquél, como el de la bellísima Carmen Broto, la que que había sido amante del rey del estraperlo en la Barcelona de la autarquía, Julio Muñoz Ramonet, un tipo surgido de la nada que llegó a tener más de 45.000 empleados en sus docenas de empresas antes de huir a Suiza para siempre tras varios desfalcos. Solo un mito doméstico derrumba esa cinta de Balagué, el de la huelga de tranvías de 1951. Incluso yo, y a estas alturas del viaje de vuelta, seguía creyendo todavía que aquello de los tranvías había sido una cosa del partido. Pero resulta, como revela ahí Carmen de Lirio, la famosa vedette a la que se atribuía por entonces un falso idilio con el gobernador civil Eduardo Baeza Alegre, todo fue un montaje de la Falange barcelonesa en coordinación con el Sindicato Vertical y varios jefes de la Policía. Los falangistas querían que Madrid depusiera a Baeza, que no era de su cuerda. Y lo consiguieron por esa vía. El partido, huelga decirlo, no pintó absolutamente nada en aquella historia. Porque solo la Casita Blanca fue verdad. Todo lo demás, lo que tanto creímos, era falso.

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