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José García Domínguez

La minoría son ellos

Como en el cuento de Monterroso, el del dinosaurio, cuando mañana se despierten, España seguirá allí. O sea, aquí.

La última vez que los contamos a todos con las mínimas garantías de seriedad –esto es, excluyendo de la lista a los senegaleses en busca de una cartilla de la Seguridad Social, los paquistaníes recién salidos de un vuelo barato en El Prat, los psicoanalistas lacanianos bonaerenses sin papeles, los menores de edad en busca de emociones fuertes y demás figurantes de atrezo– eran 1.787.656 almas. Ni una más ni una menos. Exactamente, 1.787.656. No otra resulta ser la suma de los ciudadanos catalanes que, con 18 años cumplidos el día de autos, depositaron en las urnas las papeletas de CiU, ERC o las CUP, los tres grupos independentistas presentes en la plaza, cuando las elecciones autonómicas de 2012. Así las cosas de la aritmética, cualquier cifra de participación en lo de hoy que no supere ese guarismo, y con creces además, supondría un fracaso sin paliativos para la comunión nacionalista.

Y ello por una razón bien simple, a saber: esas papeletas garantizan, sí, la mayoría absoluta en el Parlament a las siglas proclives a la secesión –tal como ahora mismo ya ocurre–; no obstante, continúan sin suponer el 50% de los sufragios válidos emitidos en las cuatro provincias. Pueden mandar, pero no tienen detrás la mitad más una de las voluntades catalanas. He ahí el gran problema, su gran problema: con menos de dos millones de votos a favor de la independencia no hay nada que hacer. Y nunca han tenido, ¡ay!, esos dos millones de apoyos expresos. Nunca. Ni antes ni ahora. Jamás. Podrán seguir haciendo, pues, todo el ruido del mundo, pero los contrarios a separarnos de España sumamos más. Bastantes más. Nadie se deje engañar por el muy aparatoso despliegue de la charanga escénica, el ensordecedor chunda chunda de la fiel infantería mediática: la minoría son ellos.

Esta Cataluña escindida en dos del siglo XXI no es más que el resultado, acaso inevitable, de la confluencia en un mismo espacio geográfico de dos fracasos históricos. Por un lado, el del nacionalismo español de Estado durante la segunda mitad del XIX, por completo impotente a fin de imponerse a unas elites locales proclives a elaborar su proyecto estatal alternativo. Por otro, el del catalanismo político a partir del último tercio del XX, no menos impotente en su definitiva incapacidad para asimilar a la descendencia de los grandes flujos migratorios de la década de los sesenta. Ocho lustros tratando obsesivamente de persuadir a los García (y a los Pérez y a los Fernández y a los López) se han revelado inútiles. Completamente inútiles. Por eso, y como en el cuento de Monterroso, el del dinosaurio, cuando mañana se despierten, España seguirá allí. O sea, aquí.

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