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José García Domínguez

La operación Ada Colau

Lo que al final acabe diciendo la chavalada de la CUP ya poco importa. Y ello porque el llamado proceso está muerto y enterrado a estas horas.

Lo que al final acabe diciendo la chavalada de la CUP ya poco importa. Y ello porque el llamado proceso está muerto y enterrado a estas horas.
EFE

Lo que al final acabe diciendo la chavalada de la CUP ya poco importa. Y ello porque el llamado proceso está muerto y enterrado a estas horas. Todo el mundo aquí lo niega en público y… lo admite en privado. Porque en Cataluña, sí, hay muchos locos, siempre los ha habido, pero no tantos como parece. De ahí que, cuando se apagan las cámaras de la televisión y se cierran los micrófonos de la radio, la gente, por lo general, deje de recitar sandeces patrióticas. Ahora, los del arete en la oreja podrían alargar unos cuantos meses, aunque tampoco demasiados, la febril agonía de Mas. Pongamos, como mucho, dos semestres. Como mucho, digo. Desengañémonos, la CUP es un chiste de Eugenio. Apenas eso.

Más allá de la broma, lo que yace tras la parálisis permanente catalana es un doble equilibrio de impotencias. Por un lado, la definitiva incapacidad del independentismo de nuevo cuño para aglutinar en torno a sí una mayoría social lo bastante amplia como para legitimar ante la comunidad internacional la ruptura unilateral con España. Esa mayoría, es evidente, nunca existió extramuros de la febril imaginación de los ingenieros del proceso. Por eso, que no por la inmadurez de los niños de la CUP, la gran travesía con rumbo a Ítaca jamás ha logrado traspasar la playa de la Barceloneta. En cuanto a la segunda impotencia, es la que remite al agotamiento de los caladeros tradicionales de los dos bloques, tanto el independentista como el de los constitucionalistas. Experimentos como el de ERC con el estrambótico Rufián solo se entienden reparando en esa clave.

El tráfico sigue siendo intenso a través de los vasos comunicantes internos de ambos frentes, pero las migraciones de uno a otro, simplemente, no existen. Cataluña, hoy, está dividida por la mitad. Y esa fractura se mantiene constante por muchos vaivenes de votos que se produzcan entre las distintas siglas y coaliciones. Lo que gana Ciudadanos es lo que pierden PP y PSC. Viceversa, lo que engorda a la CUP o a ERC es lo mismo que adelgaza a CDC o a ICV. La suma agregada, que es lo que cuenta, no cambia. Y en esto llegó Colau. Dentro de tres meses o dentro de un año, que al cabo es lo de menos, Colau y su nuevo partido, una fuerza embrionaria que ansiaría aglutinar al grueso de la izquierda catalana bajo un mismo paraguas electoral, está llamada a romper el statu quo.

Y grueso de la izquierda quiere decir ICV más Podemos más media CUP más media Esquerra más medio PSC más medio Ciudadanos (sobre todo, como sigan insistiendo mucho con el contrato único de Garicano). Pregonan alarmados desde Junts pel Sí que la idea de la alcaldesa sería reproducir el modelo, tan eficaz en su tiempo, del viejo PSC: una alianza estratégica de la izquierda española (antes el PSOE, ahora Podemos) con sus pares catalanistas, desde el bien entendido de que el cuadro de mandos siempre estaría en Barcelona. Eso, y no otra cosa, es lo que hay tras la inopinada petición de un referéndum en Cataluña por parte de Iglesias. La CUP, decía, ya no cuenta. Y Mas tampoco.          

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