En una ocasión que no serviría de precedente, el difunto Manuel Vázquez Montalbán puso en circulación una idea que lindaba con la verdad. Ocurrió cuando, en un inesperado rapto de lucidez, sostuvo que lo único que todavía mantiene unida a España es la Liga de fútbol y la lotería de Navidad. Lástima que omitiera añadir la envidia y la pasión por el esperpento, pero el empresario de Carvalho tampoco entonces quiso desvelar todos los hilos de la trama.
El caso es que andaba en lo cierto. Así, existe una España que ayer sabía que su probabilidad de llevar el 54.600 en el bolsillo era, más o menos, la misma que el azar asignaba al callejón de Trashorras para que la Eta robase allí un coche lleno de explosivos; es decir, entre los infinitos números, el que más se pareciera al cero. Bien, pues sabiéndolo, esa España aplaudirá feliz cuando Lorenzo Milá se plante en el salón de su casa anunciándole que liquidan la Comisión del 11-M. De idéntico modo que, de hoy en un año, volverá a correr para dejarse los veinte euros en la participación de la empresa, aunque albergue idéntica certeza en que jamás será un 54.600.
Es esa España que pretende engañarse diciendo que juega por tradición, y que, en su fuero interno, sabe que lo hace por cautela, por elemental prudencia, por temor; por cubrirse ante la eventualidad intolerable de que el de la mesa de al lado dejara de aparecer por la oficina, todas las mañanas a las ocho en punto. Es ese país enfermo de Salsa Rosa y Crónicas Marcianas, definitivamente incapacitado para comprender a Chesterton cuando explica que al entrar en las iglesias sólo es necesario sacarse el sombrero, no la cabeza; el único de Occidente capaz de quemar en una pira todos los tratados de lógica del mundo ante el argumento de una lágrima en horario de máxima audiencia. Esa España es lo que queda de aquella otra de Machado en la que de cada diez cabezas, una pensaba y las otras nueve embestían; y la única novedad consiste en que ahora acuden al engaño con el mando a distancia de la tele de en la mano.