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José García Domínguez

La raza catalana

El cociente intelectual de los catalanes y las catalanas es muy inferior al característico del resto de los habitantes de la Península Ibérica.

El cociente intelectual de los catalanes y las catalanas es muy inferior al característico del resto de los habitantes de la Península Ibérica.
Quim Torra | EFE

Si algo se puede afirmar ya con certeza indubitada tras todo lo oído en la primera sesión de investidura de ese Torra de la triste estampa es que el hombre y la mujer catalanes resultan ser criaturas poco hechas y anárquicas. Nada extraño si se repara en la desoladora evidencia de que los catalanes y las catalanas llevan cientos de años viviendo en un estado de triste miseria cultural, mental, espiritual y, sobre todo, lingüística. Es cierto, sí, que a menudo catalanes y catalanas dan pruebas de una excelente madera humana, pero procede admitir no obstante que, tanto ellos como ellas, constituyen la muestra de menor valor social y espiritual de España. Si por la fuerza del número llegasen algún día a dominarla, destruirían España. Y difícilmente podría ser de otro modo teniendo en cuenta que, tal como la ciencia ha acreditado sin lugar a dudas, el ADN de los catalanes está muy cerca del de los magrebíes y africanos, a diferencia del resto de los españoles, prácticamente indistinguible este último del tan característico en germanos, suecos, daneses y noruegos.

Así las cosas, nadie debería escandalizarse a estas alturas de que el cociente intelectual de los catalanes y las catalanas, al igual que ocurre con el de los negros y las negras en Estados Unidos en relación al de los blancos y las blancas, sea muy inferior al característico del resto de los habitantes de la Península Ibérica. No pretendo, entiéndaseme bien, que un país haya de tener una distribución genética pura. Pero hay una distribución genética en la población del resto de España que estadísticamente es diferente a la de las poblaciones subsaharianas y a la de los catalanes y catalanas. Y de ahí que tantas madres españolas teman con una comprensible mezcla de horror y pánico que sus hijos puedan confraternizar con niños catalanes en sus juegos infantiles. Algo, esa promiscuidad casual con los retoños de la raza inferior, que provocaría traumáticos lloros en los pobres chiquillos castellanohablantes sometidos al insano roce con la lengua de Pompeyo Fabra. Qué le vamos a hacer si, tal como acredita el conocimiento cabal de la Historia, en las venas de los catalanes y las catalanas impera aún hoy la sangre árabe y africana que las frecuentes invasiones de los pueblos del sur les han inoculado. Transfusión crónica que se revela de modo palmario en su manera de ser, de pensar, de sentir, de hablar en ese privativa jerigonza suya, y en todas las manifestaciones de su vida pública y privada.

Por eso pasa lo que pasa. Porque no hay derecho a que, mientras un agricultor andaluz no puede coger alguna fruta porque no le sale a cuenta, en muchas comarcas de la Cataluña interior, con la contribución del resto de España, reciban ayudas públicas para que se pasen el resto del día en el bar de su pueblo. He ahí la razón última, por cierto, de que tantas voces sensatas y respetables dentro de la buena sociedad española reclamen a los terroristas suicidas del Estado Islámico que se fijen bien en el mapa cuando maquinen cometer alguna carnicería dentro de la Península Ibérica. Pues, como es lógico, desean que todos los muertos, huérfanos y mutilados por ese tipo de crímenes sean, sin excepción, catalanes y catalanas de pura cepa. A fin de cuentas, si algún catalán o catalana quiere librarse de ese riesgo potencial, pongamos por caso la ilustre expresidenta del Parlament Núria de Gispert, con irse a vivir a Cádiz tendría el problema resuelto. Seamos claros. La gran desgracia, nuestra suprema desgracia nacional, es que los catalanes y las catalanas son como la energía, no desaparecen de una vez y para siempre como tantos deseamos en la intimidad, sino que se transforman. Ah, la sucia y maloliente inmundicia catalana, esa que el resto de los españoles hemos de soportar cuando nos desplazamos en nuestros coches particulares y, a diferencia de esos parásitos comedores de cebollas con babero, nos lo pagamos todo de nuestro esquilmado bolsillo. En fin, fuera bromas. Señoras y señores, si seguimos tal que así algunos años más corremos el riesgo cierto de acabar tan tronados como esa raza infecta. Dicho queda. Nihil novum sub sole.

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