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José García Domínguez

La reunificación de la derecha

A partir del 28-A, Casado, Rivera y Abascal se verán forzados a iniciar el proceso de confluencia organizativa.

A partir del 28-A, Casado, Rivera y Abascal se verán forzados a iniciar el proceso de confluencia organizativa.
Cordon Press

No solo Dios es capaz de escribir recto sobre renglones torcidos. Víctor D’Hondt, el autor intelectual de nuestro modelo de reparto de escaños en el Congreso, también se reveló dotado para hacer eso mismo llegado el caso. Y el caso resulta que ha llegado. Dentro de apenas cuatro semanas, podría ocurrir tranquilamente que el Partido Popular obtuviese en las urnas el peor resultado jamás cosechado por la derecha en toda la historia democrática de España, un resultado peor incluso que los muy pírricos obtenidos en su día por la difunta Alianza Popular de Fraga. Pero es que también podría ocurrir, y no menos tranquilamente, que con esa eventual cosecha pésima de votos Casado lograra convertirse en presidente del Gobierno merced a una hipotética suma aritmética de los escaños obtenidos por las tres derechas. Ambas circunstancias podrían ocurrir perfectamente. O no, como diría el otro. Pero, ocurra lo que ocurra la noche electoral, lo único cierto y seguro es que las derechas se verán forzadas a partir de la madrugada del 28 de abril a dar los primeros pasos tendentes a iniciar el proceso de confluencia organizativa que las lleve a concurrir en ulteriores citas electorales, si no bajo unas mismas siglas, al menos bajo un mismo paraguas a modo de coalición circunstancial.

Y eso va a suceder, les guste la idea o no a los señores Casado, Rivera y Abascal, porque la realidad acabará demostrando que es mucho más tozuda que ellos tres juntos. Infinitamente más. Empecinarse en llevarle la contraria a D’Hondt, que es lo que ahora mismo están haciendo las derechas en España, equivale a darse cabezazos contra un muro del tamaño del de las Lamentaciones. A D’Hondt no se le puede llevar la contraria. Punto. Y es que, al superponer su método matemático de asignación de escaños sobre el mapa de distribución provincial ingeniado en su día por Javier de Burgos, lo que resulta de la inopinada mezcla son dos Españas distintas y distantes entre sí. Por un lado, la España de las grandes concentraciones urbanas costeras más Madrid, la de las principales circunscripciones electorales, donde rige la norma proporcional en el reparto y en las que ningún voto de la derecha se pierde nunca, dado que los tres partidos pueden obtener representación al tiempo en una misma provincia. Barcelona y Madrid son los dos ejemplos paradigmáticos de eso.

Pero por otro lado irrumpen en escena nada menos que 28 provincias, la otra España, esa en la que las circunscripciones reparten a lo sumo dos, tres, cuatro o cinco actas, en las que no hay espacio, ni posible ni imaginable, para tres partidos de derechas. Ni para tres de derechas ni para tres izquierdas. Y, como hasta Carmen Calvo sería capaz de calcular, 28 resulta que es más de la mitad que 52. En un país con una distribución demográfica en el espacio tan irregular y asimétrica como la española, la Ley D’Hont deviene indicada para beneficiar a un partido de derechas capaz de atraer muchos votos en los distritos más rurales y despoblados, pero solo si resulta ser el único en su campo electoral o carece de competencia significativa. Única y exclusivamente en tal caso. Por eso los estrategas de UCD se inclinaron por ella cuando la Transición. En cualquier otro escenario, D’Hont acaba siendo un inmenso colador, una máquina de triturar votos estériles. Ninguno de los tres, ni Casado ni Rivera ni Abascal, quiere. Pero, más pronto que tarde, tendrán que hacerlo. Echar un pulso a la realidad nunca es una buena idea: siempre se pierde. Siempre.

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