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José García Domínguez

La verdadera derrota de los separatistas

El independentismo catalán ha perdido la batalla decisiva no en medio del fragor de la lucha política, sino en el siempre rutinario aburrimiento de los pupitres escolares.

El independentismo catalán ha perdido la batalla decisiva no en medio del fragor de la lucha política, sino en el siempre rutinario aburrimiento de los pupitres escolares.
Pixabay/CC/weisanjiang

El catalanismo, el nacionalismo y el independentismo, que como los personajes del misterio de la Santísima Trinidad también resultan ser uno y trino a la vez, celebra una derrota cada 11 de septiembre con, es sabido, gran alboroto callejero y creciente presencia de añejos, rudos y pintorescos visitantes comarcales en las aceras de Barcelona, algunos subidos a sus propios tractores. Una gran derrota histórica, la suya, que sin embargo no aconteció hace tres siglos, tal como pregona la mitología oficial, sino hace apenas unos cuarenta años. Porque la suprema derrota, la llamada a ser definitiva, del catalanismo es un acontecimiento crepuscular del que hemos podido ser testigos directos los habitantes de la plaza que aún estamos vivos en el tiempo presente. Y es que el independentismo catalán ha perdido la batalla decisiva no en medio del fragor, a veces épico, de la lucha política, sino en el siempre rutinario aburrimiento de los pupitres escolares. La batalla crítica, esa en la que ellos y nosotros nos jugábamos el futuro, era la que se estaba desarrollando intramuros de los colegios y escuelas de la demarcación desde que PP y PSOE, González y Aznar, ambos con miopía aguda digna de mejor causa, entregaron la red de instrucción pública a los predicadores separatistas.

Porque no es cierto que haya habido un proceso de lenta y creciente radicalización de las élites catalanistas a lo largo de las cuatro décadas últimas, otra gran mentira coral, que desembocó en el 1 de Octubre. No ha habido ninguna radicalización durante todo ese tiempo por la muy simple razón de que los catalanistas siempre han pensado y pretendido lo mismo. Tan independentistas e íntimamente desleales a España eran en los albores primeros de la Transición como ahora mismo. Exactamente igual. La única diferencia es que hace cuarenta años sabían que aún tenían que disimular. Por aquel entonces tenían que ocultar sus cartas con sumo cuidado, dado que eran muy conscientes, siempre lo han sido, de su crítica debilidad demográfica. Los catalanes puros, o sea ellos, se sabían pocos. Demasiado pocos como para intentar nada en serio durante el último tercio del siglo XX. De ahí la gran idea estratégica pujoliana: apoderarse de todos los resortes del sistema educativo y utilizarlo con decisión férrea e implacable con el fin último de nacionalizar en el plazo de una generación a los descendientes de la inmigración interna de los sesenta. La lengua, de sobra es conocido, sería el caballo de Troya que hiciera factible ese vasta obra de colonización de las mentes alógenas.

Pero la gran idea del patriarca falló. Falló estrepitosamente. La prueba palmaria de que falló, tan dolorosa para ellos, es que la presencia de castellanoparlantes de origen en la romería de la Diada resulta estadísticamente insignificante, despreciable de hecho, desde el muy preciso instante en que dejaron de ocultar su propósito rupturista. Ahora ya lo sabemos: la lealtad nacional se inculca en la intimidad de las cuatro paredes del hogar familiar. Solo entre las cuatro paredes del hogar familiar. La escuela, la prensa y los otros mil canales de la propaganda política pueden, sí, reforzarla cuando ya existe, pero nada más que reforzarla. Es la suprema lección del procés. Cuarenta años de obsesivo adoctrinamiento nacionalista en las aulas no han servido para nada en el caso de esa mitad de la población local cuyas raíces familiares carecen de impregnación con la tradición histórica catalanista. He ahí su verdadera gran derrota, no el cuento chino de 1714.

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