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José García Domínguez

Larga vida a Tabarnia

Que se marchen a su Tractoria feliz, la Ítaca de los tractores amarillos, a plantar 'calçots', identidades tribales y 'esteladas'. En cuanto a nosotros, creemos la Nueva Cataluña.

Hay broma, sí, pero no va en broma. Porque como con esa gente ya no se puede vivir, procede empezar a pensar en vivir sin ellos. Y a pensarlo en serio, muy en serio. A fin de cuentas, hoy, ahora mismo, nosotros somos muchos, muchísimos más que cuando empezaron con su tediosa monserga interminable. Lo cuenta así Cambó en el primer tomo de sus memorias:

En su conjunto, el catalanismo político era una cosa misérrima cuando, en la primavera de 1893, yo inicié mi actuación para consagrar de pleno mi vida (...) Ni en la masa ni en las corporaciones el catalanismo poseía la menor influencia. Aquél era un tiempo en que el catalanismo tenía todo el carácter de una secta religiosa.

Más adelante, transcurridos ya tres años de su incorporación a la secta, en 1896, Cambó describe el acto público más importante que hasta aquel momento habían logrado promover los nacionalistas en los siguientes términos:

El local de la Liga de Cataluña, que se había trasladado de Puerta Ferrisa a la Rambla de las Flores, estaba lleno hasta los topes. Allí estaban presentes todos los catalanistas de Barcelona y los de Badalona, Masnou, Sabadell y Tarrasa. Total, unas doscientas personas.

Eran, y lo confiesa uno de los padres del invento, cuatro gatos mal contados. Por lo demás, siguen siendo una secta, igual que el primer día. En eso nada ha cambiado. Lo que sí ha mutado es el objeto recurrente de su obsesión. Hace un siglo su objetivo a batir era España. En el instante presente, por el contrario, el motor primero que agita su fanatismo crónico es el afán por acallar y avasallar a la media Cataluña que se resiste a obedecerles. Esa gente odia mucho más a los catalanes leales, sus conciudadanos en la vida cotidiana, que a ese imaginario enemigo exterior que convoca sus pasiones gregarias. Están enfermos, muy enfermos. Y su patología colectiva no va a tener cura, como mínimo, en el intervalo de un par de generaciones. Demasiado tiempo. No podemos esperar tanto. Así las cosas, lo más razonable es comenzar a pensar en un divorcio amistoso y civilizado. Antes de llegar a las manos, y de continuar ellos como suelen acabará siendo inevitable que lleguemos a las manos, lo razonable será convenir que no tiene sentido ninguno que sigamos juntos.

Admitamos de una vez la realidad. Esa patología degenerativa que padecen les ha llevado a creer que son más catalanes que el resto de los catalanes. Pero no lo son. No, no son más catalanes que los demás catalanes. Y como eso nunca lo van a admitir, jamás, lo mejor para todos es que nos separemos. El primer carnet de identidad que existió en el mundo lo implantó Luis XVI de Francia para que lo portaran exclusivamente los gitanos (era un documento donde incluso se hacía constar la longitud de los dedos de su titular). Y ellos quisieran crear otro ahora donde quedase constancia pública y oficial de quién es buen catalán y quién mal catalán. ¿Qué se puede hacer con una tropa semejante? No se puede hacer nada. Intentarlo es perder el tiempo. Y si seguimos compartiendo el territorio con ellos acabaremos compartiendo su locura. Hay que empezar a trabajar muy en serio en el proyecto de promover una nueva comunidad autónoma leal a España y a la Unión Europea en el noreste de la Península. Que se marchen a su Tractoria feliz, la Ítaca de los tractores amarillos, a plantar calçots, identidades tribales y esteladas. En cuanto a nosotros, creemos la Nueva Cataluña. Larga vida a Tabarnia.

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