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José García Domínguez

Las reglas del juego

Ha ocurrido como siempre. Porque siempre se sucede idéntica rutina: la Eta tose, y Carod comienza a dictar inmediatamente órdenes ante una pecera repleta de besugos

La gran foto que ocupa la portada aunque reveladora no acaba de delatar el contenido del libro. Los mofletes hinchados cual globos en día feria; el mostacho encubriendo los labios prietos, crispados, exhaustos al no poder contener por un segundo más el cautiverio de unas caries amotinadas que exigen luz y taquígrafos; la papada, tan desbordante como engallada, en rebeldía abierta contra el primer botón de la camisa; el entrecejo, agrietado en cien cordilleras; y esos ojillos de tahúr del Llobregat, contraídos al límite por el supremo esfuerzo, al punto que el observador no adivinará si la amenaza cierta que anuncia esa pose de Fumanchú es de implosión, de explosión o si, por el contrario, no augura más que prosaica deyección.
 
Averiguar el propósito verdadero del que así se retrata exigirá del curioso abrir el volumen por una página cualquiera, al azar. Y leer, por ejemplo, lo que sigue: “Me imagino la sensación de hilaridad que se habría producido si, cuando yo mantenía aquellas conversaciones”, se refiere a Perpiñán, “hubiera dicho que las sostenía en nombre de España. La perplejidad y las risas todavía no se habrían acabado”. Entonces se comprende. Carod Rovira únicamente luchaba consigo mismo por contener otra carcajada antes de que estallase el flash. Sólo era eso.
 
Cuando se ríe, debe recordar lo que cuentan los zoólogos marinos sobre la memoria de los peces –juran que no dura más de tres segundos–. Seguro que es así. De ahí esas guasas irreprimibles. El domingo, en La Peineta, la Eta mandó otro recado a Zapatero: “te tienes que espabilar”. Y, tres segundos más tarde, saltaba nuestro hombrecito mandando al Partido Socialista que permanezca quieto y callado ante lo que haya de acontecer. Ha ocurrido como siempre. Porque siempre se sucede idéntica rutina: la Eta tose, y Carod comienza a dictar inmediatamente órdenes ante una pecera repleta de besugos. E, igual que siempre, todo estaba ya en algún libro, en ése de la risotada anunciada. E, igual que siempre, de nada servirá, porque la memoria de los peces que se muerden la cola permanece inmutable: tres segundos, ni uno más.
 
Así, escribía él medio año antes del 11-M, cuando absolutamente nadie dudaba de la victoria por mayoría absoluta del PP en las elecciones: “(si el PP perdiera). Eso podría posibilitar un escenario en el que la investidura de un de un presidente socialista sólo fuera posible a partir de un pacto de Estado de verdad. Un pacto que permitiese, con todas las fuerzas autodeterministas del Estado juntas, sumar una mayoría y que en el paquete de un nuevo marco institucional entrase la solución del conflicto vasco”. Y remachaba con clarividencia premonitoria: “Nosotros estamos hablando de un pacto de Estado; de si hay alguien que tenga el coraje para hacer un pacto con los partidos democráticos progresistas de la periferia plurinacional del Estado para cambiar las reglas del juego”. Buscaba una sardina en un pajar. Y se la encontraron.

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