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José García Domínguez

Los Tontons Macoutes de Puigdemont (y Colau)

Tenemos la obligación de llevar las luces de la nueva revolución industrial y burguesa a ese erial garrulo de las cuatro provincias karlistas del extremo noreste.

Tenemos la obligación de llevar las luces de la nueva revolución industrial y burguesa a ese erial garrulo de las cuatro provincias karlistas del extremo noreste.
@CDR_EsqEixample

Los Tontons Macoutes de Puigdemont y Colau, esas genuinas barras bravas de la comunión catalanista que se dicen Comités de Defensa de la República, andan muy atareados a estas horas maquinando otra buena bullanga callejera a fin y efecto de que a los visitantes forasteros que ha arrastrado hasta Barcelona el último (pues probablemente aquí no vuelva a haber otro) cónclave global de la telefonía móvil, sobre todo, les quede claro que acaban de aterrizar en un Kabul con semáforos. En el plano estrictamente político, el afán compulsivo del Payés Errante y su factoría portátil de fuegos pirotécnicos por internacionalizar el conflicto ha logrado consumar un único resultado tangible, uno y solo uno, a saber: la solemne coronación del propio ido como Rey del Carnaval 2018 en Flandes, un trono que tuvo que disputar hasta el último minuto de los desfiles de las charangas a otro grande, Kim Jong Un, que también aspiraba este año al cetro. Aparte de eso, nada con sifón.

Sin embargo, en el flanco económico los hitos ya superados alcanzan a estas horas cotas de auténtico récord Guinness. Al punto de que, acaso excepción hecha de Pol Pot en Camboya, nadie antes había conseguido expulsar en desbandada a miles y miles de empresas de su territorio en apenas un trimestre, todo con el único instrumento letal de un concierto coral de rebuznos soberanistas a capela. Una sistemática labor de destrucción del trabajo y el esfuerzo ordenador y creador de varias generaciones, ese de las falanges separatistas al mando del Papa Luna de Bruselas, que simplemente no se podría entender sin antes reparar en el carácter socialmente parasitario y productivamente estéril del grueso de las capas rectoras del movimiento catalanista. La clerecía, gremio corporativo integrado por miles y miles de cazadores de rentas que viven desde hace décadas de sorber el presupuesto de la Generalitat con la coartada de la construcción nacional, el ejército de lactantes insaciables que constituye la columna vertebral de esa sociedad civil Potemkin que nutre la base del poder de los separatistas, es tan indiferente a las necesidades de los sistemas económicos posmedievales como al imperativo de obedecer el orden legal dentro de un Estado de Derecho.

De ahí, por cierto, la desoladora evidencia demoscópica que certifica la hegemonía del indigenismo sedicioso dentro del grupo de los asalariados que reciben sus nóminas de la Administración Pública, una cohorte en la que representarán un 50% del total. Y también de ahí que, por el contrario, apenas un escuálido 26% de los catalanes que se tiene que ganar todos los días el sustento en el sector privado se muestre proclive a secundar la asonada permanente en que ha devenido el monotema del procés. Dos clases, dos mundos. Los españoles del siglo XXI, con nuestro Rey a la cabeza, tenemos hoy la obligación, el imperativo irrenunciable, de llevar las luces de la nueva revolución industrial y burguesa a ese erial garrulo de las cuatro provincias karlistas del extremo noreste de la Península. A esos curas trabucaires y a sus rudos caudillos feudales, las manos muertas de la Cataluña tronada, inane y silvestre, hay que alojarlos de una vez por todas en la Modernidad. A collejas si hace falta. ¿Telefonía móvil? Pero si lo de esos Tontons es el tam-tam.

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