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José García Domínguez

Malditos libertadores

Bolívar y compañía conspiraron contra España no para liberar a nadie, sino para entregar las nuevas repúblicas al Reino Unido a cambio de que Londres los mantuviera en el poder.

Bolívar y compañía conspiraron contra España no para liberar a nadie, sino para entregar las nuevas repúblicas al Reino Unido a cambio de que Londres los mantuviera en el poder.
Un busto de Simón Bolivar preside la sala del mismo nombre de la Casa de América de Madrid. | David Alonso Rincón

Para entender el definitivo fracaso histórico de la revolución en Cuba, un fracaso, el del castrismo, que en el fondo no deja de constituir un apéndice del fracaso colectivo de América Latina, hay un libro escrito por un izquierdista inteligente que los derechistas inteligentes deberían conocer. Se titula Malditos libertadores y su autor, Augusto Zamora, antiguo embajador de Nicaragua en España, confiesa haber empleado los últimos treinta años en demoler el mito más definitivamente sagrado de Latinoamérica: Simón Bolívar. Así, en Malditos libertadores la responsabilidad última de la ecuménica miseria secular de las masas latinoamericanas recae en aquellos falsos libertadores a sueldo todos del Imperio Británico, los grandes caciques de las oligarquías parasitarias criollas, con Bolívar a la cabeza, que conspiraron contra España no para liberar a nadie, sino para entregar las nuevas repúblicas al dominio económico inglés a cambio de que Londres los mantuviera en el poder contra la voluntad y los intereses de sus pueblos. He ahí el origen de todas esas economías tan ajenas a la racionalidad capitalista, las de esos Estados volcados en el monocultivo, exportadores crónicos de primeras materias e importadores, también crónicos, de absolutamente todo lo demás. Ya fuese el grano de Argentina, el cobre de Chile o el azúcar de Cuba. Un modelo económico neocolonial que la clase de los parásitos como Bolívar impuso al conjunto del continente.

La vieja izquierda de antes, la de Zamora, aquélla que reconocía su señas de identidad en lo económico, que no en la causa lgtbi o en el feminismo de tercera generación, ubicaba ahí la causa última del fracaso de Latinoamérica. Y en lo fundamental tenía razón. Pero Cuba no tiene excusa. El castrismo pudo romper esas cadenas del subdesarrollo perpetuo. Sin embargo, ni lo intentó. Los Castro, por el contrario, se limitaron a cambiar de cliente. Dejaron de vender azúcar a Estados Unidos para seguir vendiendo azúcar, solo que a la Unión Soviética. Azúcar antes de la evolución y azúcar después de la revolución. Siempre azúcar. El mismo modelo de la oligarquía ineficiente y parasitaria de siempre, pero envuelto en una bandera roja. Y cuando se acabó la Unión Soviética, otro monocultivo exportador. En lugar de azúcar, turismo. Y en lugar de rusos controlando el sistema desde Moscú, hoteleros españoles amparados por el Gobierno de Madrid. ¿Por qué Fidel no intentó nunca industrializar la isla con el apoyo soviético para tratar de convertirla en un país, como los desarrollados, dotado de una economía diversificada e independiente? Seguramente porque, y en lo más profundo de su ser, seguía habitando otro viejo oligarca criollo como Bolívar. Lean el libro.

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