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José García Domínguez

Mi conversión al socialismo

A pesar de concluir con un muy oportuno homenaje al inventor de la Ínsula Barataria, la alocución de investidura de Zapatero me recordó a Chesterton y no, como sería de prever, al padre de Sancho Panza. En concreto, me sorprendí a mí mismo rememorando la descripción de la escena que empujo a aquel inglés victoriano a abrazar el catolicismo. Todavía no había trascendido la nueva de que la gobernación de la octava potencia económica del mundo va a depender de un sanedrín formado por don José Blanco, Rubalcaba y la magistrado del cuarto turno Fernández de La Vega. Por tanto, nada tuvo que ver ese acontecimiento con el origen del recuerdo que asaltaba mi atención mientras hablaba el candidato.
 
Es sabido que el autor de El hombre que fue jueves trastocaría sus creencias desde el día que, por casualidad, se tropezó con una iglesia católica mientras paseaba por un suburbio marginal de Londres. Según cuenta el escritor, la arquitectura de aquel templo era particularmente fea. Los feligreses habituales, torvos, sombríos y de aspecto zafio. El predicador, un simple que demostraría durante la plegaria un desconocimiento alarmante de los rudimentos de las Escrituras; y sus monaguillos, personajes que invitaban a salir de allí corriendo con solo intuir la sombra de su mirada. Pues bien, tras contemplar la escena, aquel londinense decidió abrazar inmediatamente la fe de Roma. Si una confesión que se presentaba de modo tan penoso ante el mundo había logrado seguir existiendo tras casi dos milenios, su doctrina necesariamente debía ser la verdadera. De ese modo razonó él y de ese modo lo recordaba yo.
 
Sin duda, la inquietud ante el riesgo evidente de que el talante del ya presidente termine empujándolo a incorporarse a los Hare Crishna cualquier día de estos debió influir en esa inesperada evocación, digamos, espiritual. Pero había algo más, y no tardaría en comprobarlo. Era una premonición. Así, mientras escuchaba a ZP desglosar ante la Cámara el índice del crédito Civismo en clase y urbanidad del primer curso de la E.S.O., convertido ahora en su programa de Gobierno, súbitamente, vi la luz. Ocurrió cuando el todavía candidato repetía por activa y por pasiva que nunca se meterá el dedo en la nariz mientras dure la Legislatura. En ese momento, igual que Chesterton, comprendí el gran error que había sido mi vida hasta entonces. De repente, una dulce paz interior serenó mi espíritu y todo alrededor empezó a brillar con una intensidad indescriptible, bellísima. En aquel instante lo supe: me había convertido al socialismo.
 
Repentinamente me fue dada la gracia de comprender que el progreso material de los países es un proceso automático; algo consustancial al destino de la humanidad y que ocurre de modo inexorable, con independencia y al margen de cuál sea el talento o el pensamiento económico y político de los gobernantes. Una maravillosa revelación que elevó mi comprensión de la realidad a la clarividencia que comparten el presidente y sus socios Llamazares y Puigcercós. Por eso vivo sin vivir en mí. Y es que cuando iba a llamar al compañero Montilla para ver qué hay de lo mío en Industria y Nuevas Tecnologías, me sale Solbes y blasfema: “Yo soy más liberal que Rodrigo Rato”. Fue un mazazo. Comprenderá ahora el lector por qué muero porque no muero.

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