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José García Domínguez

Narcisismo masoquista

Ni entonces éramos la nación de eunucos que proclamara Costa entre cerradas ovaciones de los aludidos, ni encarnamos hoy la peste de Europa como queremos creer. ¿Costa? Lo dicho, un contemporáneo.

En el centenario de su muerte, quizá lo más aciago que cabe proclamar de don Joaquín Costa, aquel arbitrista atrabiliario que acabaría dando con su cirujano de hierro en la ría de Ferrol, es que se trata de un contemporáneo. Todavía. ¿Cómo no reconocer al punto la bilis negra, el tono vital que marcó la seducción por el pesimismo tan propia de Costa y los regeneracionistas, en la España presente? ¿Cómo no identificar muy familiares rasgos cotidianos en el paisaje moral que retrata Oligarquía y caciquismo, una obra escrita en tiempos de la regencia de María Cristina?

Viceversa. La pasión popular por lo soez, por lo bajo y grosero; el constante regodeo en lo zafio y, paralelo, el culto a la vacuidad; ese lenguaje patibulario de jóvenes y adultos; los modales cada vez más bárbaros; la estulticia ambiente, preciso corolario al cinismo fatalista de no creer en nada que no sea el dinero, ni en principios, ni en ideas, ni en instituciones; rasgos todos ellos del actual ruedo ibérico que al instante identificaría coetáneos el de Graus. Al igual, por cierto, que otro añejo estigma, el sentido patrimonial del Estado, entre nosotros, mero botín a repartir en el que solo puede reconocerse la clientela adicta a los asaltantes de turno.

O la indiferente complacencia frente a la corrupción caciquil en las provincias, universal, gratuita e impune hoy como en los estertores de la Restauración. Por no apelar, en fin, a la falta de patriotismo, a ese continuo anteponer lo privativo, particular y partidista sobre el interés general, vicio ecuménico al que se entregan con pareja fruición izquierdas y derechas. Narcisismo masoquista llamó alguien, por lo demás, a la querencia hispana por lo decadente, el inopinado cordón umbilical que aún nos mantiene unidos a la generación de Costa y sus epígonos literarios del noventa y ocho. Así, ahora como entonces, nuestro mal crónico, la pobre autoestima, salta de disimularse tras la exaltación desmedida de lo propio a humillantes alardes de flagelación no menos absurdos. He ahí, tan reciente, la procesión de penitentes ante la Merkel. Y es que ni entonces éramos la nación de eunucos que proclamara Costa entre cerradas ovaciones de los aludidos, ni encarnamos hoy la peste de Europa como queremos creer. ¿Costa? Lo dicho, un contemporáneo.  

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