Nada resulta menos impresionante que las conductas diseñadas para impresionar. De ahí que siempre nos provoquen ternura los esfuerzos de los niños al pretender imprimir un rictus de gravedad en sus miradas. Pues los niños aún ignoran que determinados estados mentales nunca pueden reproducirse de modo intencional, ya que cuando uno desea provocarlos, la tentativa misma impide que se den. Esa es la razón de que, por ejemplo, nos resulte fatalmente imposible actuar de forma espontánea cuando nos proponemos ser espontáneos. Porque cabe forzar ser temido, pero no respetado; la mansedumbre, mas no la humildad; la arrogancia, no el valor; ser adulado, no la admiración… Aunque todas esas cosas sólo se descubren al alcanzar la vida adulta, cuando se comprende la falacia que encierra el argumento general de Aristóteles según el cual nos convertiríamos en virtuosos simplemente actuando como si lo fuésemos.
Esa mirada cuidadosamente ensayada que desde ayer regala Zetapé a los flahes pretende transmitir patriotismo, pesar, altura de miras y madurez. Pero algo hay en ella que recuerda la seriedad de los niños, y eso la delata. Porque el súbito gesto compungido del presidente no logra disfrazar un genuino sentimiento de superioridad moral, el de ese adolescente en eterna rebeldía frente a los mayores. La psicología pueril sustenta su alegre irresponsabilidad al jugar a saltar sin red en saber que otros se preocuparán de que nunca falte la red. Es la tragicomedia de Peter Pan: vivir instalado en un presente perpetuo, sin pasado, ni posteridad; encerrado en un pequeño mundo feliz, ajeno a la realidad en la certeza de que los que ya han crecido se ocuparán de ella en su lugar. Así es su universo, el de Rodríguez. Y por muy ensayada que esté, esa mirada no logra esconderlo.