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José García Domínguez

No somos el país más corrupto del mundo

Al parecer, los únicos corruptos entre nosotros son los representantes electos de la población en las urnas. Nadie más.

Aquí, es sabido, cada semana acontece algún cataclismo histórico; cada quince días sobreviene el Apocalipsis; una vez al mes se nos anuncia otro inminente proceso constituyente del Estado; y más o menos coincidiendo con los finales de trimestre concluyen que hay refundar urgentemente la propia España. Y así todos los años. Siempre. De dónde viene esa inveterada afición castiza por el exceso histriónico, la sobreactuación teatral y el tremendismo escénico, lo ignoro. Aunque quizá del barroco y su énfasis en la espectacularidad de la liturgia, sesgo que con el tiempo habría migrado del ámbito sacro a los poderes seculares. Estos días, ha estado a punto de acabarse el mundo porque cierto Trias Sagnier dice que vio un papel donde figurarían algunas pesetas destinadas al presunto modo a sobresueldos varios.

Bastó, pues, que un periódico diera pábulo dominical a unos garabatos anónimos para que, como gustan decir los ignaros, se desatara el tsunami. Porque en la España actual vivimos una inopinada inflación de moralistas. Al punto de que en cada esquina mora un Savonarola presto a quemar en la hoguera a los políticos. Y es que, al parecer, los únicos corruptos entre nosotros son los representantes electos de la población en las urnas. Nadie más. Se ve que los políticos constituyen la rara excepción a la norma general hispana. Frente a una sociedad admirable y ejemplar, los cargos institucionales encarnan justo su antítesis: una chusma vil poseída por todos los vicios humanos conocidos.

Extraño país el nuestro: una nación plagada de virtudes admirables –honrada, meritocrática, laboriosa, transparente...– que, oh fatalidades del destino, tomó por costumbre encomendar el gobierno de la cosa pública a una pandilla de rufianes recién llegados de Marte y por entero ajenos a ella. Cosas veredes, que decía el otro. Mas nada hay que no sea empeorable. De ahí que la tangana doméstica gane en virulencia cuando el guirigay encuentra algún eco en la prensa extranjera. Como acontece ahora, por cierto. Razón de que Rosell, el de los patronos, clame en El País que los casos de corrupción son "catastróficos", aunque las cifras se le antojan "pequeñitas". Asistimos, quede claro, a una catástrofe pequeñita. Y mientras, en fin, concluía la cumbre catalana anticorrupción sin ningún detenido. Ni uno.

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