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José García Domínguez

Núñez Feijóo

Lo admito, me gusta Feijóo. Acaso pudiera ser por culpa de mi ADN gallego, pero tiendo a atribuirlo a que no resulta un tipo simpático.

Lo admito, me gusta Feijóo. Acaso pudiera ser por culpa de mi ADN gallego, pero tiendo a atribuirlo a que no resulta un tipo simpático. Al contrario, desprende todo él una distancia gélida que impide la mera tentación del compadreo, la promiscua francachela aquí tan común entre los políticos y los periodistas de su cuerda. Ante esa inflación de graciosos, castizos y salaos en la cosa pública española, es de agradecer que, de tanto en tanto, irrumpa en escena alguien con aire como de censor jurado de cuentas, un probo funcionario del poder al modo de Feijóo.

Galicia, igual que todos los finisterres, resulta ontológicamente conservadora. De ahí que las gentes del país sepan desde muy antiguo que la política, como alguna vez dijo un filósofo tory, no es nada más que una fea piedra tallada en la arena de las circunstancias. Así, a despecho de los idólatras del mercado y de sus iguales, los devotos del Estado, los gallegos nunca han esperado grandes cosas de ella, quizá porque tampoco esperan grandes cosas del hombre. Su conservadurismo, como el de los británicos, es un modo tranquilo, pausado, de no enemistarse jamás con la realidad. Prefieren lo efectivo a lo posible, lo razonable a lo perfecto, lo suficiente a lo excesivo, los cambios lentos y seguros a las prodigiosas mutaciones quiméricas que siempre andan prometiendo los ilusos creyentes en la diosa Razón.

Y en eso Feijóo encarna la quintaesencia de lo gallego. He ahí un escéptico que parece haber entendido que la política no es cosa distinta al arte de obrar modestos alivios provisionales a los males inevitables de la existencia. Amén del constante apelar a la prudencia a fin de impedir que crezcan todavía más. Un genuino conservador nunca olvida que el poder debe usarse como el ajo en la buena cocina: con tanto comedimiento que solo su ausencia se note. Supo obedecer a esa máxima Feijóo en el asunto siempre espinoso del idioma. El gallego, una lengua condenada, merece, al menos, morir con dignidad. En cambio, se empecinó en garantizar la irrenunciable galleguidad de la bancarrota posterior a la fusión forzada de las cajas regionales. Un desastre del que hoy penden miles de damnificados por las preferentes. Su gran error. El único. 

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