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José García Domínguez

O nuevo adelanto electoral o el 155

Los independentistas hacen mucho ruido, pero no crecen desde hace una década. Son como la materia: ni se crean ni se destruyen, solo cambian de siglas.

Los independentistas hacen mucho ruido, pero no crecen desde hace una década. Son como la materia: ni se crean ni se destruyen, solo cambian de siglas.

No existe en el mundo estelada, música celestial o literatura de cordel que pueda tapar el fracaso descomunal del Moisés de la Plaza de San Jaime. Era sabido que la revolución devora a sus hijos. Y, desde esta noche, procede añadir que también a los insensatos que lanzan brindis chulescos al sol. "Hay muchas ovejas en este pueblo [el catalán] que busca pastor y ese pastor lo tenemos nosotros: Artur Mas". Así habló no Zaratustra, sino una tal Elena Ribera, número dos de la lista convergente por Gerona, en el último mitin de la campaña. Y aunque no anduviera la buena mujer muy lejos de la verdad, a la postre los borregos que pueblan la plaza no han resultado suficientes. O suficientemente dóciles, lo que viene siendo lo mismo. Por una vez, pues, habrá que darle la razón al viejo Marx. La Historia, al menos en Cataluña, se repite bajo el manto grotesco de la farsa, tal como él sentenció. En el 84, un Pujol embutido en la senyera logró convertir la quiebra dolosa de un chiringuito financiero en siniestra conjura judeo-masónica contra la pàtria de Wifredo el Velloso. El resultado, la mayor victoria jamás alcanzada por CiU.

Entonces, decenas de miles de contribuyentes locales, los mismos que habrían de pagar a escote el fiasco de Catalana, desfilaron por las calles en homenaje a aquel banquero incompetente. Era la magia (negra) del nacionalismo. Sin embargo, esta vez, y pese al concurso entusiasta del Gara de Godó, la convocatoria de apoyo a Mas en plena jornada de reflexión bordeó lo esperpéntico: apenas unas docenas de incondicionales ante la sede de la Presidencia de la Generalitat. Todo un indicio. Los independentistas hacen mucho ruido, la especialidad de la casa, pero no crecen desde hace una década. Son como la materia: ni se crean ni se destruyen, solo cambian de siglas. Si Esquerra sube, CiU baja, y viceversa. He ahí la nueva Esquerra, un partido de profesores de instituto que ha logrado limar las aristas más atrabiliarias y antisistema de la época de Carod y Puigcercós. Profilaxis ineludible a fin de recuperar el tradicional estatus de rémora convergente que siempre constituyó la vocación primera de ERC.

En cuanto al Partido Popular y sus euforias pírricas, dispone de un espejo llamado Ciudadanos que le muestra el precio de la inconsistencia en la defensa de los principios. Los nueve diputados de Rivera, el genuino vencedor moral de las elecciones, podrían haber sido suyos. Tendrían que haber sido suyos. Deberían haber sido suyos. Pero no lo serán nunca. Ya no. Y qué decir del PSC del pobre Navarro. Unas siglas que se desangran por cada una de sus letras. Los que ansían una s más grande desfilan hacia Iniciativa. Los que preferirían ver crecer la c huyen hacia la Esquerra. Y cuantos aún asociaban la p a la e del PSOE han marchado a Ciudadanos. A su vez, ICV, que fantasea con transmutarse en la Syriza del Mediterráneo Occidental, ha visto cómo le crecían los enanos de la CUP, esa Batasuna catalana. Prueba, otra más, de que Pla llevaba razón al sentenciar que, en Cataluña, la mejor vía para llevar una vida tranquila y regalada consiste en afiliarse al extremismo. En resumidas cuentas, un viaje a ninguna parte, el del 25-N, que nos aboca a otro adelanto electoral. Si a Mas le resta un átomo de cordura, no tendrá vía distinta para salvar la cara y el expediente. O eso, o el artículo 155 y la suspensión de la autonomía.

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