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José García Domínguez

Por qué ha muerto la socialdemocracia

Mientras hubo empleos bien pagados para la mayoría, la socialdemocracia funcionó.

Como bien recuerda Josep Borrell en Los idus de octubre, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta justo el cambio de siglo, el apoyo electoral a los socialdemócratas rondó por norma el 40% en todos los rincones del continente europeo. Solo en Francia, Portugal e Italia era algo menor su peso, pero ello obedecía a la importancia que en esos tres países tuvieron sus respectivos partidos comunistas hasta principios de la década de los noventa. Hoy, en cambio, las fuerzas que se dicen socialdemócratas, cuando no han desaparecido del mapa – como en Italia, Irlanda, Polonia o Francia –, apenas rozan, y en el mejor de los casos, el 20% de la voluntad popular. Un proceso de decadencia al que tampoco ha sido ajeno nuestro país. Así, el PSOE perdió casi la mitad de sus votantes tradicionales, un 41,15% para ser precisos, entre 2009 y 2014. Derrumbe de dimensiones bíblicas que, por cierto, alcanzaría su cenit en 2011, un instante procesal en el que todavía no existían ni Podemos ni Pedro Sánchez, cuando Rubalcaba vio evaporarse de una sola tacada nada menos que 4,3 millones de votos. De ahí que todavía se gasten ríos y ríos de tinta en los periódicos a cuenta de la célebre crisis de la socialdemocracia. Pero la socialdemocracia no está en crisis. Ya no.

La socialdemocracia, bien al contrario, yace muerta y enterrada. Porque una cosa es que siga habiendo partidos y dirigentes políticos que se definan a sí mismos como socialdemócratas, verbigracia Pedro Sánchez, y otra distinta es que en el año diecisiete del siglo XXI resulte factible llevar a la práctica un programa socialdemócrata. Y ocurre que eso no es posible. Simplemente, no es posible. Aquí y ahora, en la región occidental de Europa que vive inmersa en el segundo proceso globalizador del orden capitalista mundial, el que se inició en paralelo a la caída del Muro de Berlín, tratar de trasladar a la realidad un proyecto que responda a las premisas clásicas de eso que en su tiempo se llamó socialdemocracia se antoja algo tan quimérico como aquellos bonitos falansterios donde los socialistas utópicos del XIX imaginaban la materialización de sus mundos felices. La socialdemocracia se ha convertido en una herrumbrosa pieza de museo en apenas dos décadas por una razón simple. Y es que era un sistema cuya lógica interna se basaba en el trabajo asalariado.

Mientras hubo empleos bien pagados para la mayoría, la socialdemocracia funcionó. Y cuando no los había, la socialdemocracia se encargó de crearlos a través del gasto estatal en infraestructuras. Pero eso solo podía funcionar en el mundo de ayer, el que dejó de existir casi de la noche a la mañana tras multiplicarse por tres la oferta de mano de obra global, pasando de mil millones a tres mil millones personas. Toda una riada interminable ante la que la socialdemocracia quedó desarbolada tanto política como intelectualmente. Porque frente a los obvios efectos desestabilizadores de ese flujo infinito de brazos y bocas solo se conocen tres alternativas políticas, y ninguna de ellas parte de la socialdemocracia. O acabar, barreras de todo tipo mediante, con los desplazamientos masivos de personas en busca de empleo, la opción ubicua de los populistas de derecha. O poner fin a la libertad de movimientos para los capitales a través de las fronteras, la opción de la izquierda altermundista en, por ejemplo, Francia. O implantar en Occidente alguna forma de renta básica universal que permita a una parte significativa de los residentes vivir de modo estable sin un empleo, la apuesta de la izquierda populista, entre otros, en España. ¿Y qué dicen los socialdemócratas? Nada.

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