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José García Domínguez

Torra ya no existe

Al fin ha llegado el instante procesal tras el que el agente de seguros Torra pasará a ocupar su muy merecida nota

Al fin ha llegado el instante procesal tras el que el agente de seguros Torra pasará a ocupar su muy merecida nota
El presidente del Gobierno regional de Cataluña, Quim Torra | EFE

Al fin ha llegado el instante procesal tras el que el agente de seguros Torra pasará a ocupar su muy merecida nota a pie de página en la nutrida historia del frikismo catalán de la era moderna, una vez desalojado por la puerta de servicio del palacio de la Generalitat por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Tránsito ya inevitable toda vez que él mismo se autoinculpó ante la Junta Electoral de la heroica hazaña consistente en colgar unos trapitos amarillos y unos cartelitos en un balcón que no resultó ser de su personal propiedad, lo que convierte en segura la pena de inhabilitación para cargo público. A estas horas, pues, Torra ya no existe. Una muerte política súbita, la suya, que podría haberse demorado con una agonía de en torno a doce meses merced a apurar los recursos leguleyos de rigor si el inminente difunto no tuviera la última voluntad, como así ha trascendido en Barcelona, de renunciar a ellos.

Curioso tipo humano, ese Torra. Un vulgar y anodino padre de familia, el hombre del traje gris de la canción de Sabina, que un día se desquicia cuando, en mitad de su carrera laboral, la compañía en la que toda su vida había trabajado de comercial lo pone en la calle sin demasiadas explicaciones. A partir de ahí, el delirio místico. Mas dejemos a Torra, que ya es pasado. Como muy tarde después de Reyes, Pere Aragonès, de la Esquerra, se verá promovido a raíz de la inhabilitación del otro a ocupar la presidencia interina de Cataluña. Pero, a partir de ese preciso momento, se abrirá un periodo de diez días, solo diez días, dentro de los cuales su cargo deberá ser ratificado por el Parlament. Si no lo logra, la Ley obliga a que se convoquen de modo automático elecciones con un plazo máximo de dos meses. Un azar temporal, la coincidencia con la investidura de Sánchez en Madrid, que convierte en endiablada la situación para los estrategas de la Esquerra. Y es que un eventual desencuentro con los de Puigdemont en las Cortes podría traer como consecuencia inmediata el ulterior bloqueo de la investidura de Aragonès en la Ciudadela. De ahí que el objetivo prioritario de los negociadores designados por Junqueras remita, por encima de cualquier otra consideración, a lograr una posición conjunta con Junts per Catalunya previa a la negociación con el PSOE y Unidas Podemos.

Un imperativo, esa necesidad de incorporar a la derecha catalanista al acuerdo, que va a hacer que todo resulte mucho más difícil de lo que ya era. Pero Esquerra no tiene otra alternativa que contar con Puigdemont antes de abrir el paso a un Gobierno de Sánchez e Iglesias. Y no la tiene porque, a pesar de que ha logrado convertirse en la referencia mayoritaria del catalanismo, la resistencia que oponen los posconvergentes a dejarse arrebatar la hegemonía está siendo muy superior a la prevista. La Esquerra gana ya todas las elecciones dentro de ese mundo cerrado y autorreferencial, pero no consigue, pese a los muchos intentos, orillar definitivamente a sus competidores de Waterloo. Puigdemont es un loco, sí, pero es un loco al que no se puede obviar en el enloquecido mundo del independentismo asilvestrado de ahora mismo. Todos en Madrid hablan de los muchos votos que perdieron Sánchez e Iglesias el 10 de noviembre, pero olvidan que la Esquerra también se dejó por el camino 150.000 sufragios, quebranto que a escala catalana no es ninguna broma. Lo dicho, una situación endiablada.

En fin, descanse en paz el probo agente de seguros Torra.

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