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José García Domínguez

Rufián, un chaval de Estado

Lo que se entrevé tras el desencuentro entre la Esquerra y Junts per Catalunya es el combate final por la hegemonía dentro de la comunidad catalanista.

Lo que se entrevé tras el desencuentro entre la Esquerra y Junts per Catalunya es el combate final por la hegemonía dentro de la comunidad catalanista.
Rufián | EFE

Gabriel Rufián, que es como el Calvo de la Lotería, un vampiro publicitario que tuvo que ser despedido por la agencia para la que trabajaba porque su personaje acabó haciendo sombra al propio sorteo que tenía que vender (los espectadores de televisión reparaban mucho más en él que en la marca y en el mensaje de la empresa anunciante), lleva una temporada, en concreto desde que comenzaron las sesiones del juicio a su patrón y benefactor, convertido en un auténtico chaval de Estado, todo el día volcado en impartir lecciones de sana moderación, atinada prudencia, buen tono y templada ecuanimidad a cualquiera que se cruce con él en un plató de televisión. Al punto de que casi parece una reencarnación del mismísimo Cánovas, si bien en versión Fiebre del sábado noche. Pero, modales en sociedad y avances civilizatorios al margen, lo ahora notable en el Demóstenes de Santa Coloma de Gramanet no es lo que dice, sino lo que no dice. Y lo que no dice Rufián, hoy la única voz autorizada de su amo en Madrid, es que un referéndum, pactado o sin pactar, constituiría la condición sine qua non para el eventual apoyo de la Esquerra a una segunda investidura de Sánchez.

En ese sentido, su desencuentro estratégico con el otro Sànchez, el del acento abierto, comienza ya a ser clamoroso. Y es que la larga resaca de la asonada de octubre ha acabado provocando la inopinada paradoja de que la Esquerra, tras haber empujado a Puigdemont para que se lanzará al precipicio cuando entonces, asuma hoy las posturas políticas más posibilistas, las menos hostiles a la realidad. Viceversa, los antiguos convergentes, con Puigdemont al frente, que intentaron hasta el último segundo evitar la ruptura expresa con el orden legal mediante un adelanto de las elecciones promovido por la Generalitat, el que nunca se produjo por culpa de Junqueras, resultan ser en este instante los abanderados del fundamentalismo polpotista más intransigente, nihilista y tronado. Que el tener que frecuentar todas las noches el camastro de una celda penitenciaria le ha mejorado el riego cerebral a Junqueras semeja a estas alturas una constatación evidente. Pero, al margen de la influencia de la circunstancia personal del líder de ERC en el viraje hacia la sensatez de su partido, lo que se entrevé tras el desencuentro entre la Esquerra y Junts per Catalunya es el combate final por la hegemonía dentro de la comunidad catalanista.

En Madrid, y desde siempre, se ha tendido a leer el movimiento catalanista en términos casi marxistas, como si fuese un fenómeno político determinado en última instancia por las relaciones económicas. De ahí el tópico tan manido de asociar a la difunta CiU con los intereses de la burguesía local. Pero el nacionalismo catalán es un conglomerado ideológico, y ya desde su origen mismo, de naturaleza esencialmente etnicista. Por eso PP y PSOE, la izquierda y la derecha españolas, tendrán siempre electorados distintos, distantes y segregados, mientras ERC y PDeCAT, en cambio, pueden llegar a compartir sin mayor problema hasta el ochenta por ciento de los votantes. La vocación de Junqueras es transmutar a la Esquerra en el Partido Nacionalista Catalán, una fuerza interclasista que absorba a la vieja base sociológica del pujolismo. El próximo 28 quiere matar (políticamente) a Puigdemont. Y no es imposible que lo consiga.

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