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José García Domínguez

¿Salvar al tertuliano Sánchez?

El bisoño e iracundo Sánchez se ha estrenado en la primera división luciendo las formas y el fondo que se aprende de las tertulias de la telebasura.

¿Pero no habíamos quedado en que la austeridad resulta buenísima para salir de las crisis porque un país es lo mismo que una familia que no debe gastar un euro más de los que ingresa? ¿No era la austeridad la única vía posible y deseable para que nuestra maltrecha economía remontase el vuelo? ¿Entonces a qué viene, presidente, tanto presumir de que aquí no pedimos el rescate? El mismo rescate que tan maravillosos prodigios benéficos obraría en Portugal, Irlanda, las Repúblicas Bálticas (o lo que aún quede en pie de ellas a estas horas), Rumania, Bulgaria y otros envidiables paraísos de las mutilaciones del gasto con cuchillo de carnicero. Por no hablar de Grecia, huelga decir. Y es que si la austeridad se nos antoja tan balsámica y benigna, lo lógico hubiese sido llorar amargamente por la gran desgracia que se cernió sobre España cuando la Troika nos impidió gozar de tan maravillosa terapia de choque en forma de crédito.

Y si la austeridad nos parece lo que en verdad es, un piadoso eufemismo propagandístico para designar a la teoría económica tóxica, mejor no meneallo, presidente. A los quintos de cuando la mili se les presumía el valor, y con Rajoy, por eso de que es un señor de derechas de Pontevedra, ocurría algo parecido: le suponíamos la seriedad. Y escribo en pasado porque con esa frivolidad impropia, lo de los tres millones de puestos de trabajo (¿o eran cuatro?), el jefe del Ejecutivo ha concedido rebajarse al nivel de un González Pons cualquiera. Por lo demás, augurar con júbilo que nuestro perenne modelo productivo va a cometer ya mismo otro millón de plazas (¿o eran dos) de camareros y albañiles, o sea, otro millón de mileuristas ocupados en labores de ínfima productividad, es augurar con júbilo la condena a muerte del Estado del Bienestar. Y por una razón simple: porque el valor de los servicios educativos y sanitarios que recibirán esos trabajadores excederá con creces el volumen de sus aportaciones al sistema en forma de impuestos. Un desequilibrio insostenible a medio plazo.

Mientras insistamos en seguir dando vueltas a la noria de siempre, promoviendo ocupaciones de ínfima productividad en la hostelería, el comercio minorista y el turismo de borrachera y alpargata, no habrá futuro para España. Un desastre estratégico, el que ahora anuncia con gozo Rajoy, que empezó con Aznar y siguió con Zapatero. Por algo entre 1995 y 2007 todos los países de la Unión Europea aumentaron su productividad. Todos excepto España. Aquí, lejos de subir, ¡disminuyó! Aunque parezca increíble, un trabajador español medio producía menos en 2007 que en 1995. Asunto, por cierto, que tampoco existe para el bisoño e iracundo Sánchez: ni una palabra, ni una, sobre la cuestión más grave que hipoteca la viabilidad económica del país. Ni una. Con el bisoño e iracundo Sánchez se ha cumplido de nuevo lo previsto en la célebre Ley de Gresham, la que establece que la mala moneda siempre termina por expulsar de la circulación a la elaborada con metales nobles.

Así el bisoño e iracundo Sánchez, que se ha estrenado en la primera división luciendo las formas y el fondo que se aprende en el submundo efectista e histriónico de las tertulias de la telebasura. Habiendo tenido la oportunidad de instruirse con el magisterio oratorio y parlamentario de Manuel Azaña, de Julián Besteiro o de Felipe González, el bisoño e iracundo Sánchez ha preferido optar, sobre todo en los turnos de réplica, por las enseñanzas de Olvido Hormigos en sus querellas domésticas con Belén Esteban. Un recurso, el de la brocha gorda y la sal gruesa, que siempre garantiza el aplauso de los hooligans, pero que inhabilita para ser tomado en consideración extramuros de la burbuja militante. En su debut con picadores, el bisoño e iracundo Sánchez se ha conducido al modo de esos adolescentes conflictivos que tratan de ocultar su inseguridad psicológica mostrándose agresivos con el profesor. Alguien, y por su bien, debería explicarle que no se llega muy lejos por ese camino. Apunta maneras, sí, pero le falta un hervor. Quizá dos.

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