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José García Domínguez

Sánchez no está muerto

En la derecha, a Sánchez se le desprecia demasiado. Y quizá no habría que despreciarlo tanto porque el presidente, aunque a veces lo recuerde, no es Zapatero.

En la derecha, a Sánchez se le desprecia demasiado. Y quizá no habría que despreciarlo tanto porque el presidente, aunque a veces lo recuerde, no es Zapatero.
Pedro Sánchez | EFE

Un día de hace ya muchos, demasiados años, de repente, el Estado español desapareció de la vista en Cataluña y ya nunca nadie más lo volvió a ver por aquí hasta las vísperas mismas del 1 de Octubre. Yo recuerdo muy bien aquel día. Lo recuerdo tan bien porque, casualidades de la vida, en la que iba a ser su última aparición pública en Cataluña me crucé con él, con el Estado, en una calle de Barcelona. Corrían los tiempos ya agónicos de la difunta UCD y la entonces ministra de Cultura, Soledad Becerril, decidió incurrir en la afrenta de recorrer Barcelona de un lado para otro con un nutrido séquito de coches oficiales, sirenas en ristre, recién llegados todos de Madrit. Como si estuviera en su casa, vaya. El consiguiente escándalo de las fuerzas vivas de la plaza, con los hipoglucémicos editorialistas de la prensa pedánea a la cabeza, duraría varias semanas. Hasta que Pujol prometió solemne que algo así nunca más volvería a ocurrir. Y, en efecto, no ocurrió. Desde entonces, el Estado, e igual bajo los Gobiernos del PSOE que en tiempos del PP, en las muy esporádicas ocasiones en que haría presencia en la demarcación se conduciría siempre con arreglo al más estricto respeto a las normas de la clandestinidad.

Nada, pues, de séquitos ostentóreos ni tampoco la menor imagen o escenografía formal que recordase, siquiera lejanamente, que el titular de la soberanía sobre el territorio de las cuatro provincias era un poder ajeno al que tenía su sede en la Plaza de San Jaime. Al punto de que incluso las dotaciones de furgonetas de la Policía Nacional llamadas a hacer guardia en la famosa comisaría de la Vía Layetana se han estado ocultando durante lustros en un angosto callejón de la parte posterior del edificio. Y todo para que los viandantes no las vieran al pasar. En Cataluña, y desde hace más de tres décadas, el Estado es tan invisible como la legendaria mano de Adam Smith. Y entonces se nos aparece Sánchez con mil maderos como para rememorar al cardenal Cisneros cuando dijo aquello tan bonito desde el balcón de sus aposentos: "Señores, estos son mis poderes". Todos los catalanistas –bueno, menos Manuel Valls– andan estos días de los nervios y subiéndose por las paredes como monos. Lo del Consejo de Ministros en casa nostra se les antoja una provocación en toda regla. Y, por una vez, no se equivocan.

Porque, efectivamente, es una provocación. Y sí, en toda regla. En la derecha, a Sánchez se le desprecia demasiado. Y quizá no habría que despreciarlo tanto porque el presidente, aunque a veces lo recuerde, no es Zapatero. Entre otras cosas porque, a diferencia de aquel errático desastre provinciano, Sánchez tiene reflejos. Lo acaba de demostrar tras lo de Andalucía. El gesto audaz de plantarse en Barcelona con una bandera de España y un tintero para firmar decretos es, sobre todo, eso: audaz. Audaz y propagandísticamente brillante. De ahí que nadie antes se hubiese atrevido a hacerlo. Por lo demás obvia, la intención de ese movimiento es doble. Por un lado, desarbolar el discurso de la derecha que trata de identificarlo con poco más que un tonto útil de los separatistas; por otro, ahondar la discordia interna entre esos mismos separatistas, forzando la confrontación abierta de Esquerra con la facción iluminada y maximalista del PDeCAT que se mantiene fiel a Puigdemont. Y es harto probable que lo consiga. Lo dicho: cuidado con Sánchez.

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