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José García Domínguez

Si Gandhi es el camino...

Al iluminado que con su ceguera propició que cerca de dos millones de indios, incluido él mismo, murieran asesinados durante la independencia.

En mi clase de primero de BUP, que era igual que la clase de primero de BUP de todo el mundo, los que iban para tontitos a secas, sin más pretensiones, comenzaron a enseñar sus cartas rápido con aquella afición tan suya por las revistas de amotos. Luego estaba el círculo de los verdaderos elegidos, el clan de los que ya entonces se postulaban como genuinos tontos pata negra, sin terapia eficaz ni atenuante posible; ése lo formaban unos simples que siempre te aburrían durante la media hora del recreo con la cantinela de un tal Rampa que, según ellos, gastaba tres ojos. Pero, tonto-tonto, lo que se dice un auténtico tonto del culo, sólo teníamos uno, aquel chaval que se colgó con Gandhi y del que bien sabe Dios que más me hubiese valido conservar su número de teléfono. Aunque quién, salvo, claro, el lelo de la clase iba a intuir entonces que el secreto del éxito en la vida consistiría en no querer crecer jamás, y que perseverar en la tontería de la adolescencia habría de ser el único camino.

Así fue como no llegamos a nada ni los de las amotos, ni la peña del tercer ojo avizor, ni los de las contradicciones objetivas y la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, ni siquiera los del master bilingüe con estage garantizado en prestigiosas multinacionales del sector. Y es que el asunto estaba en aprender de "Almacenero", que eso significa Gandhi en el gujarati batua de la rivera del Ganges. Pero, lo dicho, a quién se le iba a ocurrir, salvo a un bobo solemne avant la lettre, que para ganar prestigio, fama, dinero y poder había que mimetizar a un fulano que iba en taparrabos, se tragaba sus dos buenos cuencos de ajos machacados con cada comida, regados además con un mejunje infecto a base de bicarbonato y zumo de limón – cuando no de aguas menores–, y que encima sentenciaba, ufano, que el idiota era Amancio Ortega, por no lanzarse a hilar con rueca igual que él.

Que se imponía clonar a un tío que, cada mañana al levantarse, preguntaba a gritos a su corte de "secretarias": "Hermanas, ¿esta mañana han tenido un buen movimiento intestinal?". A un feminista radical que admiraba a las mujeres sólo porque, a su sabio entender, nacían incapacitadas para disfrutar del sexo. A un farsante capaz de eludir los rigores del Código Penal inglés, patentando la comedia delbrahmacharya, aquel ejercicio "místico" que consistía en rodearse cada noche de un harén de jovencitas desnudas con el piadoso objeto de recibir su calor durante el sueño. Al iluminado que con su ceguera propició que cerca de dos millones de indios, incluido él mismo, murieran asesinados durante la independencia. "Este episodio no tiene precedentes en la historia del mundo y me lleva a inclinar la cabeza avergonzado", declararía el orate cuando ya era demasiado tarde para todo. En fin, para qué seguir perdiendo el tiempo con este artículo, sin empezar a rebuscar ya el teléfono de aquel chaval.

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