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José Ignacio del Castillo

Duisenberg se despide

Los socialistas no pierden ocasión alguna para achacar a otros su propia incapacidad. El ejemplo más reciente está teniendo lugar con ocasión de la despedida, recientemente anunciada para julio de 2003, del máximo responsable del Banco Central Europeo, el holandés Wim Duisenberg. Resulta que el señor Duisenberg es ni más ni menos que el responsable del desempleo de la Eurozona y de sus bajos niveles de “crecimiento”. Seguro que sí. La política monetaria del BCE es la culpable de que la Andalucía de Chaves o la Alemania ex (más exactamente semi todavía) comunista, por poner sólo un par ejemplos, tengan un 20% de paro, en vez del pleno empleo del que gozan en Navarra o la práctica totalidad de la República de Irlanda. Debe ser que aunque no nos hayamos enterado, dichas regiones son beneficiarias de políticas monetarias diferentes.

Algunos piensan que si algo se le puede achacar a Duisenberg, es precisamente lo contrario. Sin embargo, acusarle de falta de firmeza ante la campaña que, en favor de un euro débil, desencadenaron los por entonces Ministros socialistas de Finanzas de Francia y Alemania, Strauss-Kahn y Oskar Lafontaine en enero del 1999 y que ha hecho que el euro tenga hoy una cotización 22% inferior a la de entonces, es no comprender que a los “banqueros centrales nadie los ha elegido”, y que es necesario “pensar en el empleo”, y no obcecarse en “abrazar ortodoxias antisociales”. Sólo un reaccionario es incapaz de advertir que no hay nada que ayude más a la inversión que saber que la moneda en la que se denomina la inversión va a perder una buena parte de su valor en un par de años.

Lo que extraña de la Europa continental no es el bajo crecimiento que tiene, sino que tenga alguno en absoluto. Durante la “era Duisenberg” hemos asistido a un disparate detrás de otro. En Alemania la etapa rojiverde comenzó siendo testigo de cómo el Canciller Schroeder —que sabe menos de economía que yo de culturas precolombinas— les explicaba ¡a los alemanes! las ventajas que conlleva tener una moneda devaluada. Mientras tanto en Francia, Lionel Jospin, mezclaba la subida de costes laborales que significa la ley de 35 horas semanales (no hay mejor forma de crear empleo que hacer pagar más a las empresas por cada hora de trabajo), con alegatos en favor de la sempiterna falacia keynesianiana que, eso sí, garantiza lo que nadie: paro e inflación a la vez. Fue también en esta época cuando asistimos al penúltimo chiste de belgas. La discusión sobre si se aprobaba o no un impuesto contra las empresas que instalasen más ordenadores porque hacer más productivo el trabajo es “algo muy peligroso para el empleo”.

Si todo eso no era suficiente, los ecológicos alemanes acaban de garantizar hace pocos meses el cierre de todas las centrales nucleares y que se va a cumplir lo pactado en el Tratado de Kyoto. Nada de medias tintas. Si hay que devastar, que se haga bien. Todos sabemos que lo peor que le ha podido ocurrir a Occidente ha sido industrializarse, quemar combustibles fósiles y finalmente generar energía nuclear. Puesto que la causa de que en Occidente un obrero contemporáneo viva con más comodidades que un Faraón en el Antiguo Egipto no ha sido el bestial incremento de productividad conseguido al poner al servicio de los trabajadores tan enorme cantidad de equipo y energía, cerrar las centrales nucleares y “sustituirlas” por unos cuantos molinos de viento —ya sólo falta de Don Quijote para embestirlos—, significa afortunadamente el triunfo de la “conciencia social y ecológica” sobre “estrechos economicismos”.

Así que ya lo sabe señor Duisenberg. Imprima o teclee unos cuantos trillones de euros adicionales antes de irse, préstelos al cero por ciento de interés (o si no, mejor a interés negativo) y Europa superará, sin ningún problema, el 8 ó el 9% de crecimiento anual que viene experimentando Singapur durante las últimas décadas. No se preocupe por la inflación. Caso de que comenzase a dispararse por culpa de los codiciosos comerciantes, siempre podríamos contar con que nuestros sabios y benevolentes gobernantes estableciesen los controles de precios que tanto bien hacen a la economía.

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