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José Luis González Quirós

La seducción del secesionismo

¿Cómo no va a ser mejor una Cataluña inexistente que una España tan persistente?

¿Cómo no va a ser mejor una Cataluña inexistente que una España tan persistente?

Los separatistas en fase de disimulo han hablado siempre de los separadores, de unos supuestos personajes cuya sola presencia incita a pacíficos patriotas españoles a convertirse en secesionistas catalanes, de momento. Hay que reconocer que el fenómeno, de ser cierto, debiera considerarse extremadamente peculiar, porque funciona contra toda lógica. El argumento, si se le puede llamar así, que subyace tras este raro fenómeno desafía, en efecto, a cualquier razonamiento ordinario. Hace días lo expuso con implacable lucidez Arcadi Espada a propósito de uno de los últimos conversos ("a ver si en Madrid se enteran") a ese estado de confusión colectiva en el que rige la extraña regla de que la mejor manera de negarle algo a alguien es dárselo, para que deje de pedirlo. En resumen, como, al parecer, cada día que pasa el victimismo hace ganar votos al independentismo, la mejor solución sería conceder la independencia para que dejen de tener motivos para pedirla. No está mal el atajo, no señor.

En este curioso algoritmo político hay algo de portentoso, y, gracias a un don del cielo, hace días comprendí el motivo de tan oculto atractivo. Resulta que un conocido intérprete, de izquierdas, por supuesto, hizo recientemente unas declaraciones, muy sentidas, como corresponde a personajes tan tiernos y solidarios, en que manifestaba que él era madrileño pero se sentía independentista catalán. Risum teneatis, pensé yo, pero enseguida me di cuenta de que tal vez no fuese la risa el mejor homenaje a tan excelsa identificación con lo ajeno. Pensé inicialmente que acaso todo pudiera reducirse a que años de vivir de la subvención te hagan ser muy generoso con el dinero ajeno, pero pronto caí en la cuenta de que esa sería una interpretación groseramente marxista de las ideas de un mozo, bueno ya no tanto, asaz gentil y desprendido. Si uno se pregunta qué puede sentir un madrileño común para desear que Cataluña se independice, difícilmente se contestará que una admiración ilimitada por las virtudes raciales y culturales de los catalanes, de manera que esa no parece que pueda ser la causa, porque este actor seguro que admira fervorosamente el teatro catalán y su música sinfónica, por decir algo, o sea que esa no puede ser la causa. Tampoco podría ser un separador al uso, porque no deja de haber un fondo de admiración incondicional en esa declaración tan amorosa.

¿De qué se trata, pues? A mi modo de ver, existe una vieja convicción común a casi todos los inconformistas de plantilla, a saber, la idea de que lo que no existe es siempre mejor que lo que hay, excepción hecha de sus inmarcesibles películas. ¿Cómo no va a ser mejor una Cataluña inexistente que una España tan persistente? Ese estado ideal, sobrehumano, que se alcanzaría con una Cataluña en que todos sus ciudadanos podrían viajar gratis total por el mundo explicando el milagro de su existencia es suficientemente poderoso para concitar la admiración y el deseo vehemente de todos los que profesan la negación como culmen de sus muchas virtudes, méritos, dicho sea de paso, cuyo reconocimiento ha de ser la excepción a la negatividad universal.

Volvamos ahora a los separadores y comparemos su inaudita y rancia cerrazón con la pasmosa apertura del actor madrileño y separatista catalán, todo en uno. Los primeros se privan del placer soberano de admirar lo inaudito, lo portentoso. Están tan pegados a su ramplón sentido común que cuando les dicen que Mas es un estadista se acuerdan del infante don Juan Manuel, del retablo cervantino de las maravillas y de los cuentos de Andersen, o sea de que el rey está desnudo, y claro es que imaginarse tal escena no debe de ser plato de buen gusto. He aquí, pues, el bálsamo de Fierabrás para combatir esta pesadilla reduccionista: cómprese en toda su extensión y en la forma más inconcreta, difuminada y esquiva el relato independentista, celébrese el derecho a decidir, idea en la que no había reparado ningún jurisconsulto, y se verá que Mas, autor de la inmortal pregunta en su música y letra, no se queda chiquito comparado con Lincoln, con Gandhi o con Mandela, que son estos los que se achican ante tamaña grandeza.

¡Separadores! ¡Libraos de la pesadilla del buen sentido y abríos al encanto, a la seducción, al milagro! Y, mientras tanto, que Montoro siga pasándoles lo necesario, no vaya a ser cosa de que se pongan a echar cuentas y caigan en lo caro que sale el montaje, sobre todo para estar desnudo frente al mundo, como Gina Lollobrigida en aquella película.

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