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José María Marco

Curiosos compañeros

Obama aspira al liderazgo, también espiritual, de un mundo nuevo en el que por fin se puede hablar de religión, en singular, pero sólo refiriéndose a una unidad superior que ofrece su protección y su cobijo a todas ellas.

El discurso de Obama en El Cairo ha tenido una respuesta inmediata en el pucherazo iraní y la sangrienta represión de las manifestaciones a favor de la democracia. Más incluso que una respuesta, tal vez convendría tomarlo como una consecuencia. Cuando se juega al apaciguamiento, se suelen obtener resultados previsibles.

Pero además de la cuestión política, el discurso de Obama marca un giro, probablemente más profundo todavía, en la forma en que Estados Unidos vive su propia identidad, y, deducido de esto, en la forma en que nuestros países viven el hecho religioso.

Para llegar a la Casa Blanca, Obama tuvo que sortear un obstáculo que estaba haciendo muy difícil el acceso de los demócratas al poder. Se trataba de la incapacidad de los demócratas para hablar de religión y para tener en cuenta el hecho religioso en un país quizá no tan religioso como se ha venido diciendo en los últimos años, pero en el que la religión no ha sido nunca expulsada de la esfera pública (como lo ha sido en otros países occidentales, en particular en los europeos).

La forma de sortear este obstáculo ha sido volver a hablar de la religión, pero de modo muy distinto al que se ha hecho hasta ahora. Hasta aquí, la religión norteamericana era el cristianismo, y era esa raíz la que garantizaba, con todas las precauciones sobre la separación de Estado y religión, la libertad religiosa, es decir la tolerancia y la presencia de cualquier culto en Estados Unidos. Obama está cambiado el contenido del término religión en la sociedad norteamericana. Ya no se trata de la religión cristiana, sino de una religión abstracta, o tal vez sería mejor decir de una cierta sensibilidad al hecho religioso que permite comprender y casi abrazar todas las religiones en una única adoración al Creador o Creadores. (No es imprescindible, aunque se ha hecho, entrar en cuestiones de género).

Así se entienden las invocaciones al diálogo interreligioso que el nuevo jefe de la occidentalidad postcristiana hizo en El Cairo, y también sus llamamientos a las ceremonias multiconfesionales, que cobran un sentido distinto al que hasta ahora han tenido estas, por ejemplo las celebradas en memoria de las víctimas de los ataques del 11-S. Obama aspira al liderazgo, también espiritual, de un mundo nuevo en el que por fin se puede hablar de religión, en singular, pero sólo refiriéndose a una unidad superior que ofrece su protección y su cobijo a las diversas religiones, todas situadas en el mismo nivel, que antes se llamaban positivas.

No se sabe si los socialistas de Rodríguez Zapatero, en los que siempre acaba asomando la veta anticristiana y anticlerical, tan decimonónica, podrán hacer suyo este planteamiento tan postmoderno.

Curiosamente, es posible que Obama haya conseguido un aliado, o por lo menos un oído atento, en algunos sectores del Vaticano que vienen afirmando, ya desde hace algunos años, la necesidad del diálogo interreligioso para superar los prejuicios contra el islam. Para estos sectores, encabezados por el cardenal Touran, parece que el peligro no viene tanto del islam, al fin y al cabo una religión, como de la tradición laica occidental. En vez de reafirmar la herencia cristiana como base para la libertad y la tolerancia, se insinúa una alianza interreligiosa para frenar el avance del llamado laicismo. Sarkozy, con sus puntualizaciones sobre el velo –auténtica respuesta a Obama– sería el pasado, mientras que Obama y su liderazgo espiritual postconfesional no encajan mal en este nuevo planteamiento. Seguiremos atentos a estos movimientos, que tienen consecuencias también en un país como el nuestro, donde la tentación de mezclar la esfera religiosa y la mundana siempre ha sido importante.

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