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José María Marco

Democracia y terrorismo

Al asesinar a Benazir Bhutto, los fascistas islámicos no sólo han matado a una gran líder. Han destruido un símbolo y han dejado maltrecha una organización política que vertebraba la sociedad pakistaní.

El asesinato de Benazir Bhutto a tres semanas de las elecciones en Pakistán pone de manifiesto la extrema fragilidad de una estrategia que, por otra parte, no tiene alternativa.

Sin duda que lo que se intentaba en Pakistán no era poner en marcha una democracia homologable con las de corte occidental. Pero la presencia de Benazir Bhutto como candidata, con el apoyo de Estados Unidos, y una más que probable victoria, venía a respaldar un proceso de relativa apertura forzado por las mismas circunstancias del país.

Musharraf ha sido un aliado estratégico en la guerra contra los islamofascistas. Era inaceptable que no permitiera una mínima participación de los pakistaníes en la toma de decisión, un mínimo de transparencia, un mínimo de división de poderes. Era inaceptable incluso por razones prácticas: probablemente la guerra contra los fascistas islamistas ha sufrido de la inevitable corrupción y la opacidad inherentes a los regímenes autoritarios.

El problema, claro está, es que los procesos democráticos, aunque sean tan precarios como el emprendido en Pakistán, ofrecen siempre más flancos a sus enemigos. Tras la experiencia del 11-M, los españoles sabemos algo de esto. Benazir Bhutto quería más protección norteamericana y probablemente la habría debido tener. Ahora bien, una campaña como la que Bhutto había planteado, un partido como el partido que lideraba, la simple puesta en marcha de unos comicios, requerían su presencia física y el contacto con sus aliados y sus seguidores. Tras el fallido primer atentado, los asesinos habrán tardado lo justo para asegurarse de que esta vez no iban a fallar.

¿Qué debemos aprender de esta atrocidad? En primer lugar, recordar quiénes son los enemigos, es decir los islamistas fascistas.

En segundo lugar que esta gente está dispuesta a todo. No hay límite alguno a la violencia terrorista, ni hay nada que negociar con ellos. Lo que pretenden es borrarnos del mapa. Cualquier gesto de apaciguamiento, de intento de diálogo, incluso la más mínima insinuación de comprensión será entendida como un signo de debilidad y por tanto aumentará el peligro que corremos. Pakistán parece muy lejos, pero los países europeos rebosan de militantes islamistas formados en madrasas que se siguen tolerando en nombre del "multiculturalismo".

En tercer lugar, deberíamos reafirmar la necesidad de reafirmar nuestro compromiso con la causa de la "exportación de la democracia". Al asesinar a Benazir Bhutto, los fascistas islámicos no sólo han matado a una gran líder. Han destruido un símbolo y han dejado maltrecha una organización política que vertebraba la sociedad pakistaní. También han querido dinamitar el proceso democrático, todo lo débil que se quiera, que se había puesto en marcha. No hay nada más peligroso para ellos que el ejercicio de la fuerza combinado con la libertad. Y los españoles, que ya saben lo que es sufrir la violencia antes de unas elecciones, deberían saber mejor que nadie qué papel les corresponde en la guerra contra el terrorismo; una guerra en la que los islamofascistas acaban de ganar una batalla, con consecuencias impredecibles.

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