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José María Marco

Los nuevos consensos

Ante tamaño giro histórico con el que arranca –con todos los parabienes– la nueva España utópica, socialista y nacionalista al fin, ¿qué iba a decir un magistrado, por muy miembro que fuera del Tribunal Constitucional?

Hay quien se ha preguntado cómo es que un magistrado como Manuel Aragón no ha encontrado capacidad para resistir el envite nacionalista que culmina en el texto del Estatuto de Cataluña. Hay varias razones que permitan comprender esto.

Debe de ser difícil soportar las presiones que se han ejercido –por hablar sólo de las que conoce todo el mundo– sobre los jueces del Tribunal, y más en particular sobre Aragón. A diferencia de lo que ocurre con el Tribunal Supremo norteamericano, por ejemplo, las instituciones jurídicas españolas no ponen a sus miembros a salvo de la presión política. Los miembros están nombrados por los partidos, los mandatos también dependen de estos... No hay un muro de separación entre la política y la judicatura. Así las cosas, la capacidad de resistencia moral forzosamente habrá de ser limitada, más aún en respetables empleados públicos como son los miembros del Tribunal Constitucional

Manuel Aragón había sido propuesto para este cargo por el Partido Socialista. A la debilidad institucional del Tribunal, se añade la falta de una tradición intelectual y moral de adhesión al concepto de nación española. Nunca el socialismo español se ha tomado en serio la idea de la nación. Mucho antes que Rodríguez Zapatero dejara esculpido en los anales del Congreso de los Diputados su frase inmortal sobre la idea de nación, "discutida y discutible", el PSOE había descartado siempre la elaboración de un concepto propio de nación.

Para los socialistas, la nación española se ha movido entre la confederación, la federación (a lo Pi y Margall), la mixtificación para engañar al proletariado y la mentira al servicio de los intereses de la burguesía. Rodríguez Zapatero ha añadido a esta tradición un matiz postmoderno, según el cual la realidad no existe: sólo existen convenciones, maneras de ver las cosas que el poder político puede variar a su gusto. En consecuencia, ¿qué es España? Una idea, una perspectiva... no más que lo que nosotros queramos que sea. Como dice Rubalcaba, no ha pasado nada después de aprobada la sentencia. Prueba que la nueva España que funda el Estatuto es sólida, tan sólida al menos como la anterior, que habitaba sólo en los sueños de unos cuantos nostálgicos...

En Aragón se había puesto alguna esperanza porque, más que la tradición socialista, la suya era azañista. Por algo Aragón se había encargado en su tiempo de una reedición de La velada en Benicarló, un texto en el que Azaña lamentaba, por boca de algunos personajes de ficción situados en plena guerra civil, que la idea de nación no tuviese virtud normativa en España, es decir que sirve para poco. Esa esperanza suponía desconocer la auténtica dimensión de la obra de Azaña. Sin duda las frases sobre España, como las que Azaña pronunció en algunos de los discursos de esos años, contienen hermosas y nobles reflexiones acerca de la patria.

No se busque más, sin embargo. Azaña tampoco elaboró nunca una idea política de la nación. Su especialidad fue la destrucción, la devastación mediante la palabra, instrumento que utilizaba como pocos. Las reflexiones de sus últimos años, como las de La velada en Benicarló, son un último intento para no dejar sólo ruinas de su paso por la política española. No sirven –como en este aspecto no sirve nada de su obra anterior– para construir y continuar la historia de España. La tragedia de Azaña, por así llamarla, sintetiza la naturaleza del republicanismo en España, de índole nihilista. Así que tampoco por este lado Aragón tenía mucho dónde agarrarse.          

Menos aún lo tenía si, como tal vez se confirme con el tiempo, la sentencia sobre el Estatuto cierra la etapa de ruptura de los grandes consensos que el Partido Socialista abrió durante la segunda legislatura de Aznar. La sentencia parece inaugurar un nuevo consenso, propuesto por los partidos nacionalistas, promocionado por los socialistas y ahora aceptado por el PP. El Estatuto traza el diseño de la nueva Constitución española, plasmada en los diversos estatutos "de segunda generación", no todos impugnados ante el Tribunal Constitucional.

Ante tamaño giro histórico con el que arranca –con todos los parabienes– la nueva España utópica, socialista y nacionalista al fin, ¿qué iba a decir un magistrado, por muy miembro que fuera del Tribunal Constitucional?

(Ni que decir tiene que para los nacionalistas hay todavía demasiada España).

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