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José María Marco

Pozuelo: los bárbaros felices

Tocqueville, demócrata con alma aristocrática, se quedó maravillado al volver a hallar en un país joven, como era EEUU, una multitud de "cuerpos intermedios" que garantizaban la lealtad al nuevo régimen y al mismo tiempo la libertad.

El siguiente artículo ha sido solicitado al autor por los oyentes de Es la Mañana de Federico.

Los incidentes de Pozuelo son, sin duda, una muestra de lo que nos espera en el futuro. Ni siquiera había protestas o algún tipo de reivindicación que justificara la violencia. Había "fiesta", como dice el juez en su sentencia condenatoria, y ganas de divertirse. Sólo que ahora hay gente joven que encuentra divertido lo de enfrentarse a pedradas con la policía y destrozar lo que se le ponga en el camino. Con el visto bueno, además, de muchos padres, que respaldan a sus hijos y, hasta ahora, con el de las autoridades públicas, que han permitido la práctica de la bebida gregaria en la calle.

Antes se hablaba de instancias o instituciones intermedias. Eran aquellas formas de agrupación humana que no dependían del Estado, o no exclusivamente. Por ejemplo, la familia, la o las iglesias, las asociaciones de todas clases. Permitían crear una atmósfera respirable entre el Estado, cada vez más avasallador a partir de la Revolución Francesa, y la persona, que poco a poco parecía en trance de dejar de serlo para convertirse en una unidad cada vez más frágil y desprovista de recursos. La familia, por ejemplo, no era sólo una forma como cualquier otra de criar a los hijos. También garantizaba formas de solidaridad entre los miembros y la transmisión de valores y pautas de conducta que permitían que sus miembros acabaran asumiendo responsabilidades similares a las que los padres habían asumido con sus hijos.

En el análisis clásico, el principal enemigo de estas instituciones que propiciaban la independencia de la sociedad era el Estado o, como dicen los ingleses con buen criterio, el gobierno. No tenía por qué haber en esto nostalgia de la vida antes de la Revolución, pero parecía claro que el Estado moderno no iba a aceptar demasiados contrapesos a su expansión. Tocqueville, demócrata con alma aristocrática, se quedó maravillado al volver a hallar en un país joven, como era Estados Unidos en la primera mitad del siglo XIX, una multitud de "cuerpos intermedios" que garantizaban la lealtad al nuevo régimen y al mismo tiempo la libertad (y la dignidad) de las personas, que no dependían ni querían depender del gobierno para salir adelante.

Estados Unidos, según esto, no cumplía una de las pesadillas de los poco afectos a la Revolución y a sus consecuencias. La independencia de las personas no significaba la desaparición de las formas (tradicionales o nuevas) de asociación o, si se quiere, de vida en común. Al contrario, en más de un sentido la independencia, e incluso la autonomía de la persona requería la conservación de ese entramado. De lo contrario se habría pasado a lo que el propio Tocqueville describió como dictadura mansa, con una sociedad seguidora de las pautas que un gobierno sin equilibrios dictaría a su antojo. Era una forma de felicidad, en la que todo el mundo delegaba su responsabilidad en el gobierno. El totalitarismo socialista dio la medida exacta de hasta dónde llegaba.

Había otra forma de felicidad que poco a poco, en la segunda mitad del siglo XX, se fue abriendo paso. Había habido destellos en buena parte de los movimientos de vanguardia. Los años sesenta, y como fecha simbólica el 68, iniciaron la última etapa de esa revolución. Entonces, cuando los estudiantes tomaban París reivindicando su autonomía total, su infinita capacidad para crear un mundo nuevo de raíz, aquel movimiento pareció algo inédito. Lo era en parte, porque se oponía al autoritarismo de un mundo que imponía el respeto de unas reglas inmutables. (Recuérdese, por ejemplo, el entusiasmo de Revel con el 68 norteamericano). Lo era menos si se recordaba que aquellos rebeldes por aburrimiento, como ellos mismos se definieron, estaban llevando a sus últimas consecuencias unas ideas nacidas más de doscientos años antes, y según las cuales el ser humano es intrínseca, espontáneamente bueno. Basta con disolver la capa de convenciones que pesa sobre él para volver a encontrar esa bondad innata que es lo propio del ser humano auténtico, dejado a sí mismo. Para ello, eso sí, hay que desconfiar de cualquier tradición, y más en particular de aquellas que son ajenas al Estado o al gobierno, que al fin y al cabo presupone, aunque sea de forma convencional, un pacto consciente y racional entre los individuos. Lo demás es una imposición intolerable –sobre todo si la tradición es la occidental– a menos que la persona lo acepte voluntariamente. En ese caso no hay más que decir.

La alianza entre hiperindividualistas, por un lado, y estatistas, por otro –la vieja pesadilla de los conservadores y los tradicionalistas– se hacía al fin realidad. A partir de ahí, el Estado o el gobierno puede entrar a saco en la vida de la gente. No lo hace en nombre de la tradición o de las reglas propias de un mundo inauténtico, además de anticuado o "antiguo", como dicen de forma pintoresca y reveladora los socialistas españoles. Lo hace en nombre de la novedad, de la libertad y del progreso: si el ser humano es bueno por naturaleza, también por naturaleza mejorará si se le permite –o se le obliga, llegado el caso– a que cree sus propias leyes. Prohibido prohibir es uno de los slógans favoritos del nuevo régimen.

¿Régimen de convivencia? Está por ver. Una sociedad absolutamente permisiva tiene difícil futuro. La familia, por ejemplo, siempre ha sido una entidad de formas muy variadas y bastantes de ellas toleradas porque el ser humano es proclive al desorden. Ahora bien, se había conseguido una definición jurídica. Ahora ya nadie sabe lo que es exactamente una familia, bastante gente empieza a desconocer su estado civil –si es que esa expresión tiene todavía algún sentido–, y cualquier sociedad o asociación libremente consentida puede serlo. ¿Qué valores transmitirán esas familias a los hijos? ¿Y cómo podrán hacer de ellos adultos independientes? Así se llega al caso de los jóvenes de Pozuelo. Si tanto les divierte beber en la vía pública (y tan pocos problemas les crea eso a sus familiares), ¿por qué no van a divertir asaltando comisarías? Es lo que piensan ellos mismos, algunos de sus padres y, en buena medida, la justicia o al menos el juez que los ha condenado a no salir después de las diez de la noche si se les ocurre "ir de fiesta". Los bárbaros, aquellos que vivían fuera de la civilización, llevan dentro muchos años, pero ahora son nuestro modelo de vida. Ellos son felices, sin duda. Los demás tendremos que refugiarnos en algún búnker.

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