La ocurrencia de crear un nuevo ministerio, el Ministerio del Deporte, ha sido sin duda una improvisación más de las muchas que perpetra Rodríguez Zapatero, instalado por fin en su gran papel, el de sátrapa capaz de cambiar la realidad con la varita mágica del BOE. Se merece todos los sarcasmos que le han caído encima.
Ahora bien, las ocurrencias de Rodríguez Zapatero no suelen limitarse a eso, y ésta, a lo mejor, tampoco. Obviamente, ha querido rentabilizar políticamente los éxitos de los deportistas españoles de la primera manera que se le ocurre a un socialista, como es estatalizando. Pero también ha tenido que tomar nota de lo ocurrido con los éxitos de nuestros deportistas, en particular de la expresión de patriotismo a la que están dando lugar. El patriotismo se puede castigar y reprimir en la enseñanza, en la vida intelectual, en la esfera política. Pero a menos que quiera intentarse un mecanismo totalitario clásico, no se podrá expulsar completamente de la esfera pública. Todo en las modernas naciones acaba girando en torno a esa lealtad, que a muchos les parece primitiva y a otros, entre los que me cuento, extraordinariamente sofisticada y valiosa. Además de peligrosa para cualquier totalitarismo, ya sea clásico o postmoderno.
Así que Rodríguez Zapatero, sin duda consciente de esa demanda de nación que se ha venido expresando espontáneamente en los últimos tiempos, ha decidido darle carta de naturaleza de la forma menos costosa posible en lo político y lo ideológico, como es la de un Ministerio del Deporte.
Un hecho interesante es que el anuncio haya coincidido con la publicación en El País de un artículo de Fernando Vallespín, antiguo director del CIS y persona próxima –por lo menos hasta hace poco tiempo– a Rodríguez Zapatero. Con la desenvoltura de los sociólogos metidos a arúspices de las tendencias culturales y morales, Vallespín constata o preconiza, no se sabe muy bien, el retorno de los antiguos valores de la modernidad: solidaridad, igualdad, autoridad, esfuerzo, responsabilidad. No aparecen ni la libertad ni el patriotismo, desacreditados ambos, quizás por ser, el primero, postmoderno, y premoderno el otro. Y Vallespín aprovecha para hacer el elogio del Estado gigante.
Lo fundamental, sin embargo, es el diagnóstico según el cual vuelve un mundo que la nueva izquierda, la postmodernidad en la que parecía engolfado el socialismo a la Rodríguez Zapatero, había querido dejar atrás. Vuelven, en otras palabras, y de mano del Partido Socialista, la reivindicación de los valores duros o "densos" y se dejan de lado los blandos y gaseosos propios de la postmodernidad, que se da por acabada.
La novedad Obama está teniendo un papel en todo esto. Los socialistas están aprendiendo de sus primeros gestos, sumamente moderados e integradores, que lo que sirve para llegar al poder –la famosa estrategia de la crispación, de la que son maestros– tal vez sea un obstáculo innecesario para continuar en él. La monumental crisis financiera y económica, así como la persistencia del terrorismo, con las alianzas internacionales a las que obliga, también contribuyen a explicar el posible giro. Tal vez incluso, aunque parezca inverosímil, los socialistas intuyan que un régimen de socialdemocracia libertaria, caciquismo, exclusión y políticas identitarias como el que están intentando construir aquí, carece, por muy democrático que sea, de legitimidad.
En términos de estricta política partidista, empieza a dar la impresión de que allí donde una parte del Partido Popular parece embarcada en un exótico viaje hacia la postmodernidad, con la exaltación del liberalismo simpático, hedonista y discotequero, y el encumbramiento de la figura de Obama como un icono post-todo, algunos socialistas, y no de los menos importantes, están ya de vuelta a los mismos valores a los que sus adversarios parecen dispuestos a renunciar.