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José T. Raga

Actividad económica y poder

¿Realmente se ha sepultado el bipartidismo? Si así fuera, ¿es esto necesariamente bueno?

Se infiere por el título que me refiero, por un lado, a la actividad económica privada, desarrollada por los agentes (empresas, familias y sujetos individuales) en un régimen de libertad, y, por otro, al poder político, que ejerce la llamada función de gobierno, restringiendo y estimulando actividades, en aras de un bien común que quizá no comparten los sujetos (agentes) a los que trata de favorecer.

De aquí que la coexistencia entre la primera y el segundo no siempre sea pacífica, y teniendo este la capacidad coactiva sobre aquel, sólo queda al primero la sumisión al mandato o, en el límite, inhibirse de acción alguna que no sea la autoexpatriación o el letargo.

En otras palabras, y pongámoslo en primera persona para evitar eufemismos, yo estoy convencido de ser quien mejor sabe lo que prefiero y lo que me satisface entre las alternativas que tengo a mi alcance. Mi decisión puede estar equivocada, pero también yo tengo derecho a equivocarme, sufriendo las consecuencias de mi error. Ello no me autoriza a confiar a un tercero mi decisión para que se equivoque en mi lugar, porque, al fin, seré yo quien sufra las consecuencias y no él.

Desde el 20-D, estamos asistiendo a turbulencias sensibles en la actividad económica, consecuencia no tanto de las cifras resultantes de las urnas como de las prédicas apocalípticas de quienes, con el único objetivo de detentar el poder, pontifican sobre futuros inciertos, sembrando la confusión en las expectativas a medio y largo plazo.

Los amantes del poder construyen escenarios, reales o no, servidores de sus propósitos. ¿Realmente se ha sepultado el bipartidismo? Si así fuera, ¿es esto necesariamente bueno? Por un lado, las estadísticas me dicen que los dos partidos supuestamente muertos han obtenido 213 diputados en una cámara de 350. El resto (147) se los reparten entre ocho partidos: los sepultureros.

Si es tan malo el bipartidismo, cómo los países más ricos, los más adelantados técnica, científica y socialmente, están inmersos en él. A mí –y vuelvo al razonamiento del principio– me gusta más el modelo del Reino Unido, de Alemania, de Estados Unidos, todo ellos bipartidistas, que el de países que ni siquiera saben cuántos partidos tienen ni en qué se diferencian unos de otros. ¿O es que la alternativa que se pretende frente al bipartidismo es el partido único? Pues tampoco me gusta Corea del Norte, ni China, ni Cuba, ni Camboya, ni me gustó nunca la Unión Soviética.

Ahora bien, el bipartidismo plantea el reto del entendimiento entre los dos partidos cuando hay razones para evitar las pretensiones extremas de ambos. Ello exige racionalidad y generosidad en sus líderes, y sentido del bien de la nación, más allá de los intereses particulares de cada uno de ellos. Si no, lo que está en duda no es el bipartidismo sino el sentido de la democracia, que, corrompida en su esencia, se ha transformado en demagogia; así lo pensaron Platón y Aristóteles.

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