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José T. Raga

Ahora quizá sí

Comprendo que en el siglo XXI, cuando todo el mundo se ufana en proclamar la globalización, una segmentación del mercado interior pone en evidencia la dificultad de algunas mentes para situarse en el mundo de hoy y, sobre todo, para mirar al futuro.

Siempre estuvimos en contra de aquello que muchos pregonaron en su momento, y que se resumiría en el boicot a los productos catalanes. Nos parecía una reacción fuera de lugar, sin otro fundamento que el de la rabieta momentánea y en el que acababan pagando justos por pecadores. Los artificios de los políticos no deben recaer sobre las empresas, de cuyo mercado dependen personas y familias, y ello, aún a sabiendas de la pública complacencia de algunos empresarios con aquellos artificios. Al fin y a la postre, es bien conocido que el mundo empresarial doblega la cerviz cuando piensa que por el poder se le pueden imponer castigos o privaciones, siendo el caso catalán, quizá, uno de los ejemplos más elocuentes de ello.

Si lo que se dice del pacto, producto de la opacidad nocturna en la que se ha desarrollado el proceso de negociación entre el Presidente del Gobierno y partidos nacionalistas sobre el texto del Estatut a debatir en el Parlamento español, tiene algún viso de realidad, las cosas y nuestra apreciación de las mismas, presentan un escenario bien diferente de aquel que teníamos en el inicio.

Las cesiones de tributos, en clara asimetría con el resto de las Comunidades de España, además de entrañar signos de posible injusticia distributiva –no he hablado todavía de solidaridad–, lo son también de gran preocupación, por la espiral de acciones y reacciones lógicas, esta vez sí, fundamentadas en los incentivos y des-incentivos económicos que, de algún modo, aunque no exclusivamente, influyen en el actuar humano.

Según se dice, parece ser que se pretende ceder a Cataluña el 50 % del IRPF, un porcentaje igual del IVA y el 58 % de los impuestos especiales; ello, además de la creación de un fondo para compensar a Cataluña de algo que los catalanes califican como “deuda histórica” –vayan ustedes a saber qué es eso–, y garantizando por siete años que la inversión, con cargo a los presupuestos del Estado, crecerá en un porcentaje equivalente a como lo haga el PIB.

Voy a prescindir en estas líneas del asunto de la deuda histórica pues, si bien se ha puesto de moda, nadie de los que la han alegado, en Cataluña o fuera de ella, han sido capaces de demostrar documentalmente el tracto historiográfico al que se refiere la deuda reclamada. Aunque, estén preparados porque, si a alguien se le garantiza una fuente financiera de mayor caudal es porque a otro u otros se planea reducirles los recursos de que venían disponiendo. En materia de asignación de recursos, las cosas no son, ni pueden ser, de otra manera.

Pero volvamos a la asignación de tributos en los porcentajes antes indicados y para las figuras impositivas a que he hecho mención. Dos de ellos son impuestos indirectos –IVA e Impuestos Especiales– y uno corresponde al impuesto directo por excelencia que no es otro que el IRPF.

Los indirectos, van unidos de manera inseparable –aunque en las transacciones mediante factura se distingan– al precio de los bienes, mercancías y servicios objeto de transmisión, de tal modo que quien acaba pagando el impuesto, no es el vendedor que lo recauda sino el comprador que consume el producto. Los vendedores, y por vía de regreso la empresa productora del bien, no son contribuyentes sino simples colaboradores con la Administración Tributaria, a fin de que la recaudación y gestión del impuesto se realicen al mínimo coste posible. Es más, éstos, desde el momento en que recaudan el impuesto, y hasta el momento en que tienen que ingresarlo en el Tesoro Público, disponen de unos recursos financieros a coste cero, para lo que les pueda interesar.

Ello significa que las comunidades ricas que, aplicando términos de Economía Internacional, exportan sus productos al resto de comunidades de España, junto con los bienes y servicios, exportan también los impuestos indirectos, de los que ahora, el Presidente Zapatero, ha hecho concesión graciosa de un 50 % y un 58 %, según los casos. Es inevitable pues pensar, ahora sí, que cada vez que se compre en una Comunidad cualquiera el producto manufacturado o el servicio prestado por empresas o profesionales, digamos, de Cataluña, el comprador está entregando la mitad de su sacrificio impositivo a la Comunidad vendedora y reduciéndoselo al Estado, que es la única fuente para su posible financiación. Por cada euro de compra de un bien producido en Cataluña, el comprador tiene que considerar que, ya de momento, ocho céntimos van directamente a aquella Comunidad; los otros ocho se destinarán a financiar los gastos del Estado, entre los que también hay objetivos de los que se beneficia Cataluña: defensa, representación exterior, instituciones del Estado, etc. Estaríamos, pues, beneficiando lo ajeno, en perjuicio de lo propio. Todo ello, sin hablar de solidaridad, vocablo que inadecuadamente se usa en demasía. Prometo volver a él en mejor ocasión.

Comprendo que en el siglo XXI, cuando todo el mundo se ufana en proclamar la globalización, una segmentación del mercado interior pone en evidencia la dificultad de algunas mentes para situarse en el mundo de hoy y, sobre todo, para mirar al futuro. Porqué no volver a la alcabala y a los arbitrios sobre el consumo a la entrada de las ciudades, es una pregunta que, por el momento, aún no tiene fácil respuesta. A lo mejor precisa de una noche más en Moncloa. Por algo decimos que los gobiernos y el bien común, no sólo no suelen coincidir, sino que las más de las veces están muy alejados y de espaldas, con lo cual los caminos que vislumbran son irremediablemente opuestos.

En Libre Mercado

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