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José T. Raga

Con "piedad" o sin ella

Primero fue el predominio de la "piedad" y, sólo después, derivó a la función captadora de ahorro, como actividad típicamente bancaria. Qué historia tan fascinante la de aquellas Cajas de Ahorros y Monte de Piedad que se prodigaron en la geografía nacional, atentas a determinadas carencias en unos casos y, en otros, solidarias con iniciativas que, quizá por falta de apoyo o simplemente de información, nunca habrían visto la luz de no contar con aquella cercanía y buen hacer de las benéficas instituciones.

Observándolas atentamente, se deducía la grandeza de la espontaneidad. Una carencia, una necesidad socialmente sentida, acompañada de una sensibilidad por aquellas situaciones y un empeño en darles solución, era el germen último de la existencia de un Monte de Piedad. Nada innominado; siempre había un quien y un para quien. Individualmente o de modo colectivo, qué más da, siempre un espíritu grandioso –pues grandioso es el compromiso con la necesidad–, era el sustento sobre el que se edificaba una iniciativa tan laudable.

¿Dónde está aquella función, claramente, social? Parece ser que sólo en el recuerdo de algunos pocos. La actividad estrictamente bancaria fue desplazando su perfil de Monte de Piedad. Es decir, la lucha por los tipos de interés, por los márgenes de intermediación, por la colocación del ahorro y sus plazos, fue arrinconando, hasta dejar sin piedad, a aquellas benefactoras instituciones. Todo fue muy progresivo: sin correr pero sin detenerse. Inicialmente no podían financiar a la gran empresa, sus operaciones de activo se concentraban fundamentalmente en el mundo artesanal y en el de la pequeña empresa familiar o societaria-laboral, con una buena participación en el sector agrario y, cómo no, en operaciones de financiación a las familias para adquisición de viviendas o útiles de trabajo. Las restricciones se extendían a no poder descontar papel comercial, a no operar en moneda extranjera, a desenvolverse en un marco territorial restringido y, así, un largo etcétera.

En ese discurrir, bajo el lema aparente de un poco más allá que ayer y un poco más acá que mañana, las Cajas y Montes de otrora, se fueron convirtiendo cada vez más en entidades financieras de carácter bancario, sin apenas diferencia funcional alguna con los denostados bancos, fuente de críticas y confluencia de iras sociales. Una diferencia sustantiva se mantendría hasta nuestros días: la estructura de la propiedad. Frente a los bancos con estructura societaria anónima, las Cajas presentaban una propiedad confusa, y cuando la propiedad no está bien definida puede ocurrir que el primero que pase, sobre todo si detenta poder, aproveche el vacío que se le brinda.

Mirando las Cajas hoy, con una lucha política intestina, entre los protagonistas de la acción pública, para su dominio; con unos procesos de fusión conducentes al venerado gigantismo, uno no puede menos de preguntarse ¿qué justifica en este momento la existencia de tales Cajas de Ahorros? ¿Dónde está la piedad? O, si ha desaparecido la piedad, por qué un trato diferenciado con los bancos, cuando realizan una actividad estrictamente bancaria.

Son cosas de difícil explicación. Aunque más dificultad en la explicación tiene, la extrañeza de tales instituciones ante la opinión de la Unión Europea que las considera empresas públicas. ¿Qué otra cosa las podría considerar? ¿Quién ejerce el dominio real de las Cajas? Y si se nos apura, ¿a quién sirven sus recursos? La Unión Europea, está pensando que quizá sean instituciones de desarrollo regional; pobres... ¿Dónde colocamos los recursos gastados en ornato, pompa y ostentación al poder político que las domina? ¿Son conscientes los ahorradores que depositan sus recursos en ellas de que, en la mayor parte de los casos –sobre todo en las sumisas al poder– aquella imagen de piedad se abandonó hace mucho tiempo?

En fin, así están las cosas: ni piedad, ni monte y si se nos apura, ni caja. Porque, cómo se saldrá del grito político de ¡a por ellas!

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