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José T. Raga

Divertimentos costosos

Unas veces los despropósitos de un ministro o de una ministra mantendrán entretenida a la población, asumiendo así el papel de bufón, para que olvide que el nivel de paro se ha disparado a cotas inimaginables hace sólo cuatro años.

Desde siempre la humanidad ha tratado de aliviar sus penas y serenar sus inquietudes mediante entretenimientos lúdicos o simplemente graciosos, capaces en cualquier caso de transportarles de los escenarios de preocupación, dudas y titubeos, a los de elusión, relajación o, en última instancia, de euforia infundada y efímera.

Bien es verdad que con ello no se conseguía eliminar los problemas causantes del desasosiego o la zozobra, pero al menos sí se alcanzaba un estado de ausencia en el que nada podía tener importancia suficiente como para perturbar la condición vital de optimismo necio, en el que los que se encuadraban en ese esquema mental se sentían plenamente complacidos; tanto que llegaban a olvidar que los problemas eran reales y que seguían ahí en espera de solución.

En este objetivo de olvido de lo comprometido jugó un papel significativo, cuando no decisivo, la figura del bufón. Éste venía a representar, en una sociedad hipócritamente comprometida con la práctica de las virtudes, el instrumento público aceptable para el olvido pretendido de las penas, de los retos y de las frustraciones. Sólo cuando la sociedad se quita el velo virtuoso es cuando aparecen, en sustitución del bufón, recursos menos aceptables por la moralidad individual y social de antaño, también rechazables por la comunidad presente y, por tanto, sin posibilidades de practicidad con notoriedad pública.

Reyes, príncipes, nobles y señores limosneaban a sus bufones –pues de limosneo se trataba– a fin de olvidar objetivos comprometedores, de evitar la consideración a los fracasos en la consecución de los fines pretendidos o simplemente usaban a los entretenedores para impedir las reclamaciones de súbditos y servidores que, divertidos por las gracias del bufón, dejaban para otro momento la presentación de quejas al soberano o señor, ya que los momentos de diversión no eran los más propicios para semejante pretensión.

No fueron pocos los casos en que nobles y pudientes consiguieron discurrir por un camino rosáceo, eludiendo conflictos y violencia, gracias a la presencia de bufones en los momentos adecuados para producir puntualmente aquellos efectos de olvido indulgente que aseguraba una vida estéril para los gobernados, pero sin alteraciones dignas de mención para los gobernantes.

Pues bien, entre los oficios que ni la Revolución Francesa primero, ni la Revolución Industrial después, ni las nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación, en momentos más recientes, han conseguido sustituir o eliminar, está el de bufón. Bien que ahora ha modificado su entorno, dejando su apelativo en grado máximo de bufón de la corte para tomar apelativos más modestos que unas veces se identifican con funciones ministeriales –ministros, secretarios de Estado, directores generales...–, aprovechando en otras el papanatismo de manifestaciones y presentaciones públicas que embaucan y divierten como en otros tiempos lo hicieron los bufones –bien es verdad que con menos gracia– pero que consiguen los efectos de olvido y elusión sobre lo sustantivo que se espera de gobernantes y allegados, con un notable desprecio hacia los ciudadanos en general y, fundamentalmente, a aquellos que viven más angustiados esperando vislumbrar una solución o, al menos, una consideración seria a sus problemas.

Unas veces los despropósitos de un ministro o de una ministra mantendrán entretenida a la población, asumiendo así el papel de bufón, para que olvide que el nivel de paro se ha disparado a cotas inimaginables hace sólo cuatro años, incluso para que no llegue a recordar que, de entre esos tres millones trescientos mil parados, los hay que se sitúan en el propio entorno familiar más próximo. Los esperpentos son tan graciosos y la desfachatez tan primaria, que cómo no despejar la situación con un chascarrillo elusivo que encubra el dramatismo de los hechos.

En otras ocasiones serán las críticas que despiertan las apariciones públicas, directas o a través de los medios, de personajes notables –hasta el mismo presidente del Gobierno puede ser uno de ellos–, que en el momento presente vienen a sustituir a aquellas murmuraciones que producía la ostentación de reyes y nobles, y que, como ahora, evitaba la crítica más honda y rigurosa de que hubiera sido objeto la conducta irresponsable, incompetente y perjudicial para la sufrida sociedad, de tales personajes.

¿Cómo si no encubrir una recesión económica que está sumiendo a buena parte de la comunidad de hombres y mujeres de España en la desesperación, en la incertidumbre y en la impotencia? ¿Cómo disimular los niveles de déficit en las cuentas públicas que, además de incumplir el Pacto de Estabilidad y Crecimiento europeo, endeudarán a la Nación por un período prolongado de continuo sacrificio para las generaciones futuras? ¿Cómo ocultar la pérdida de credibilidad como nación del viejo continente y la pérdida de solvencia económica frente a hipotéticos, aunque necesarios, acreedores que se dispongan a prestar sus ahorros para que podamos financiar nuestras alegres y demagógicas decisiones de los últimos años? ¿Cómo sin sonrojo puede aceptarse llamar medidas contra la crisis a lo que carece del mínimo sentido para afrontarla, incluidas las del muy reciente Plan E o la que se concreta en la pretendida demora del pago hipotecario a los parados que reúnan ciertas condiciones?

Sólo una buena plétora de bufones es capaz de asumir una tarea de tan profundo calado. Es mucho el olvido que se pretende conseguir, por lo que muchos serán también los que se requieran para desempeñar esa función que, costosa para la economía, para la vida y para las esperanzas de las gentes, garantiza en cambio, una función plácida de Gobierno, aunque destructiva de los objetivos que constituían las aspiraciones de la sociedad.

El problema quizá esté en que los bufones cada vez tienen menos gracia.

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