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José T. Raga

Fantasía hispánica y debacle griega

¿Es posible que vivir la fantasía de que hace gala el presidente Rodríguez Zapatero nos aboque a la situación de Grecia? Yo quisiera pensar que no. Pero sinceramente, prefiero no pensar en ello.

Grecia, país en el que se forjaron los cimientos del pensamiento occidental hoy –y no sólo por el pensamiento accidental– está siendo humillado por mor de la torpeza de unos gobiernos, escasamente comprometidos con el bien común y atentos por el contrario a sus fines e intereses ligados al ejercicio del poder.

Seguramente que quienes sean lectores habituales de mis reflexiones esperarían que este viernes estuviera dedicado a la sesión desarrollada en el Congreso de los Diputados hace apenas cuarenta y ocho horas. Una sesión con el injusto apelativo de debate que, a decir de no pocos, produjo desánimo, frustración, en algunos desesperación y en la mayoría un tedio insoportable pese a la presencia de algunas escaramuzas que en otras circunstancias habrían servido para animar el cotarro.

El formalismo reglamentario que se impone en este tipo de sesiones impide que lo que allí se produce pueda ser calificado de debate. El debate exige interacción directa e inmediata entre quienes debaten. Sin embargo, lo reglamentista de la sesión y los privilegios que de ello se derivan para el interpelado, hacen que las esperanzas de un debate vivo y lleno de vigor se desvanezca, derivando a estados de hastío en los que las preguntas que se formulan nunca llegan a contestarse, en unas ocasiones, cuando en otras la vitalidad de la respuesta pronta se ve estrangulada por la posposición de ésta para ser contestada en un momento ulterior, englobada con la reacción que merecieron otras cuestiones planteadas con finalidad semejante.

Debatir, no es preguntar y responder. Debatir supone un juego de acción del dicente y de reacción del oponente, que a su vez será reaccionado por el anterior en una sucesión prolongada hasta la total satisfacción de los que en el juego participan. El debate exige centrar el tema y ahondar en él sin constreñirse a discursos previamente elaborados; exige conocimiento amplio y criterio certero de cómo inquirir y de cómo hurgar en aquello que es de interés para quienes participan en él y para quienes no pasan de ser espectadores de un escenario que en modo alguno puede ser una farsa; el respeto debido a todos y a cada uno, así lo impide.

Si como debate entendemos lo que se acaba de decir, la comparecencia en el hemiciclo, el miércoles 17 de febrero pasado, del señor presidente del Gobierno y de los líderes de los partidos de la oposición, poco o nada tuvo que ver con lo que esperábamos ansiosos de aquella convocatoria. El señor presidente se situó en ese nirvana sideral en cuya galaxia todo es bello, bueno y confortable al modo a como la vieja fábula alemana describe el mundo paradisíaco, en el que, sin esfuerzo, por simple generosidad de la naturaleza, cualquier deseo encuentra inmediata satisfacción, por lo que ni siquiera llega a producirse la incómoda sensación de necesidad.

Lo más agudo de la crisis económica, se atrevió a decir con un claro desprecio a la memoria de los hechos más inmediatos, se produjo en el último trimestre de 2008 y el primero de 2009, fechas éstas en las que todos recordamos que apenas admitía que pudiera haber algunas dificultades económicas. Que a lo largo del año 2009 se hayan producido quinientos mil parados más, por lo visto, no pasa de ser una anécdota sin importancia para el señor presidente. Como carece de importancia que durante ese mismo año, el Producto Interior Bruto español se haya contraído en un 3,6%, siendo también negativo (-0.1%) el último trimestre del año. Los cierres de empresas, el abandono de autónomos, los incrementos de los procedimientos concursales, la morosidad de los deudores, etc. etc. son datos que nada dicen al presidente del Gobierno.

Es evidente que si esto no comportase un riesgo claro para la economía del pueblo español –al fin y al cabo son los españoles, en su singularidad, los únicos capaces de sufrir o de disfrutar–, no dedicaríamos una sola línea a comentar estos aspectos. El problema es que el riesgo es evidente y, de adquirir cuerpo, puede conducir a nuestro país a situaciones que estamos viendo ya en países cercanos.

Grecia pierde su soberanía económica, y la pierde por dos razones fundamentales: de un lado por la torpe administración de la cosa pública, ajena a las restricciones naturales al despilfarro y ausente de la consciencia de que los recursos económicos de que dispone un país son escasos y, por tanto, deben de utilizarse con racionalidad y eficiencia. La otra razón, no menos importante, es el engaño en la información que los poderes públicos del país helénico remitían a la Comisión Europea sobre el estado de la deuda y en definitiva de la situación económica y de solvencia de la nación griega.

¿Llegará España al mismo punto de arribada al que ha llegado Grecia? Somos conscientes del maquillaje –ahora se le llama así– de algunos datos estadísticos que contravienen la verdad y comprometen la credibilidad de la nación. Los datos que no nos creemos, ¿son sólo los del paro registrado? Quizá no; lo que ocurre es que éstos son más evidentes. ¿Hasta dónde llega el maldito maquillaje?

Mientras tanto, los vociferantes gratuitos de la izquierda, subvencionados con recursos públicos, levantan su voz desde el letargo habitual para exigir al Gobierno que no se doblegue ante los requerimientos de Bruselas, ni menos aún escuche a los agoreros que le hablan de austeridad y de recorte del gasto público.

¿Es posible que vivir la fantasía de que hace gala el presidente Rodríguez Zapatero nos aboque a la situación de Grecia? Yo quisiera pensar que no. Entre otras cosas porque no sé qué pasaría en nuestro caso, ya que nuestra economía tiene una dimensión cinco veces superior a la griega, y cinco veces mayor sería también el descalabro al que Europa tendría que hacer frente.

Sinceramente, también yo prefiero no pensar en ello.

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